Normalmente, el Derecho, como expresión justa de las relaciones sociales, tiende a ir con demasiada frecuencia detrás de la realidad. Quizás por eso tantas normas jurídicas se nos presentan obsoletas al cabo del tiempo: están en vigor pero no se cumplen porque su “tempo” ya pasó.
La teoría de la reforma de las normas, en efecto, está pensada para adecuar su contenido a la realidad, de forma y manera que las regulaciones de las relaciones sociales esté en sintonía con la justicia y con los tiempos en que se dictan o promulgan. La reforma normativa es, en este sentido, un proceso permanente y continuo que trata de adecuar a la realidad y a la justicia las normas jurídicas. Si sólo se tratara, sin más, de adecuar las normas a la realidad, haciendo caso omiso a las más elementales exigencias de la justicia material, entonces estaríamos en presencia simplemente de artificios procedimentales o formales, pero no ante reformas, con mayúsculas, del Ordenamiento jurídico.
En este sentido, la arquitectura constitucional prevé expresamente su parcial modificación o reforma, así como su sustancial transformación, pues manifestación de la pervivencia dinámica de la Constitución es su capacidad de adaptarse a los cambios sociales. Si se pretende un cambio puntual, sin afectar a los pilares del sistema constitucional, los requisitos formales establecidos no ofrecen especiales dificultades políticas. Ahora bien, si se pretende, como parece que se plantea ahora entre nosotros, sustituir los fundamentos del modelo constitucional para reformar el modelo territorial, entonces hacen falta mayorías reforzadas, nuevas elecciones y referéndum, tal y como dispone el texto constitucional en su artículo 168:”1. Cuando se propusiera la revisión total de la Constitución o una parcial que afecte al Título preliminar, al capítulo 2º, Sección 1ª del Título I o al Título II, se procederá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada Cámara, y a la disolución inmediata de las Cortes. 2. Las Cámaras elegidas deberán ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras. 3. Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratificación”
A estas alturas, nadie en su sano juicio propugnará la petrificación eterna de la Constitución por razonables que sean sus preceptos ya que es metafísicamente imposible establecer preceptos de validez general de naturaleza atemporal. Por tanto, sin sacralizar la Constitución, porque no es la Biblia, es lógico que periódicamente se revisen sus preceptos para comprobar si permiten el cumplimiento de sus objetivos. Y sus objetivos están en el preámbulo, entre cuyos principios se encuentran los siguientes: “garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes conforme a un orden económico y social justo(…), consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la Ley como expresión de la voluntad general(…), proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, sus lenguas e instituciones(…), establecer una sociedad democrática avanzada…”..
Objetivos constitucionales que, en mi opinión, tienen una evidente relevancia para justificar los cambios que ahora se pretenden introducir. Junto a estos criterios es conveniente también tener presente el ambiente que hizo posible la Constitución de 1978 que, en alguna medida, explica su vigencia jurídica y moral: el espíritu de entendimiento, de concordia, de acuerdo, de respeto a las posiciones contrarias y, sobre todo, de tolerancia. Contexto que hemos de preguntarnos si es el que hoy preside la vida pública en nuestra sociedad o si, por el contrario, se está sembrando la convivencia de obstáculos que impiden ese entendimiento abierto, armónico, razonable que se fomenta y promueve cuando la mente abierta y la capacidad de integración son los motores de una acción de gobierno que piensa en todos los ciudadanos, no sólo en los integrantes del sector que apoya al ejecutivo. Así pues, el preámbulo de la Constitución debe estar presente en las reformas que se planteen salvo que se pretenda también alterar dichos principios, que no me parece que sea el caso.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo y miembro de la Academia Internacional de Derecho Comparada de La Haya
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