La Constitución de 1978 es, sin lugar a dudas, uno de los monumentos jurídicos más importantes de la historia de España. No sólo porque ya es la Constitución más perdurable del universo jurídico español, lo que a juzgar por lo azarosa y movida de nuestra historia constitucional es algo muy relevante, sino porque ha permitido un largo período de paz y prosperidad sin precedentes en el que se han abierto espacios de libertad y solidaridad idóneos para construir unas instituciones políticas y administrativas asentadas sobre el solar de la democracia que, en unos momentos más y en otros menos, han sabido, en términos generales, atender los intereses generales.
Efectivamente, en la historia de cualquier país hay hitos históricos que contribuyen a conformar los rasgos de la ciudadanía política de sus habitantes. Olvidarlos, desvirtuar su sentido, o convertirlos en un tópico inerte, afecta de manera inmediata a nuestra propia identidad nacional y a nuestro destino como Estado. Por eso no es ocioso, sino un saludable ejercicio político, que recordemos en la introducción de esta ponencia, la centralidad que entre los españoles ocupa el 6 de diciembre de 1978.
Ese día, el 6 de diciembre de 1978, se abrió para España, para todos los españoles, un esperanzador panorama de libertad, de justicia, de igualdad y de pluralismo político. Recordar esta fecha es reconsiderar el valor de estos preciados bienes, rememorar el esfuerzo de su consecución y reafirmar nuestro compromiso de preservarlos y enriquecerlos permanentemente.
Precisamente, las bases del concepto liberal y moderno de Constitución se fundamentan en el reconocimiento y garantía de la libertad del ciudadano frente al poder público a través de una serie de principios y técnicas, destacando el respeto a los derechos fundamentales y la consagración de la división de poderes. Este espacio de libertad de las personas no sólo ha de ser respetado por el poder público, sino que éste, en su actuación, ha de promoverlo y facilitarlo. De ahí que el Derecho Administrativo Constitucional, denominación que uso con frecuencia, pueda entenderse precisamente como el Derecho del Poder público para las libertades solidarias de las personas.
En aquel entonces, 1978, se cumplió una vez más esa máxima que debiéramos tener más presente: “en todas las empresas humanas, si existe un acuerdo respecto a su fin, la posibilidad de realizarlas es cosa secundaria…”. Hoy, gracias al tesón y al esfuerzo de aquellos españoles que hicieron posible la Constitución de 1978, la consolidación de las libertades y el compromiso con los derechos humanos son una inequívoca realidad entre nosotros aunque, en ocasiones, con pasos atrás más o menos intensos. Es verdad, como también es cierto que, sin embargo, la contemplación en lo mucho que se ha hecho no nos puede hacer olvidar que vivimos tiempos en los que este espíritu de tolerancia y de búsqueda del bienestar general de todos los españoles por momentos se oscurece cuanto más brilla esa dominante partitocracia al margen precisamente de la democracia interna que el artículo 7 de nuestra Carta Magna reclama para estas organizaciones.
Ahora bien, recordar en este momento aquellos tiempos puede ayudarnos a despertar de este sueño y repensar sobre los valores y los principios que hicieron posible aquella gran gesta colectiva. Valores y principios que periódicamente es menester recordar para saber hasta qué punto la vida política se desliza en el marco de la Constitución o, por el contrario, se instala en el mundo de la intolerancia y del sectarismo. Valores y principios que nos permiten hoy, casi cuarenta años después, comprender mejor la necesidad de reformar algunos de sus preceptos para adecuarlos precisamente a dichos valores y principios. Sobre todo, después de haber comprobado la necesidad de una mejor regulación o de resolver antinomias o aporías en algunos de sus preceptos.
En efecto, podríamos ahora preguntarnos ¿cuál es la herencia entregada en aquel momento constituyente, cual es el legado constitucional? Muy fácil: un amplio espacio de acuerdo, de consenso, de superación de posiciones encontradas, de búsqueda de soluciones, de tolerancia, de apertura a la realidad, de capacidad real para el diálogo que, hoy como ayer, siguen y deben seguir fundamentando nuestra convivencia democrática. En otras palabras, el triunfo de las coordenadas del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario al servicio del libre desarrollo de las personas en un contexto socio-económico justo y digno.
Este espíritu al que nos referimos -de pacto, de acuerdo, de diálogo, de búsqueda de soluciones a los problemas reales- aparece cuando de verdad se piensa en los problemas de las personas concretas, cuando detrás de las decisiones que hayan de adoptarse aparecen las necesidades, los anhelos y las aspiraciones legítimas de los ciudadanos. Por eso, cuando las personas son la referencia para la solución de los problemas, entonces se dan las condiciones que hicieron posible la Constitución de 1978: la mentalidad dialogante, la atención al contexto, el pensamiento compatible y reflexivo, la búsqueda continua de puntos de confluencia y la capacidad de conciliar y de escuchar a los demás. Y, lo que es más importante, la generosidad para superar las posiciones divergentes y la disposición para comenzar a trabajar juntos por la justicia, la libertad y la seguridad desde un marco de respeto a todas las ideas. Cuando se trabaja teniendo presente la magnitud de la empresa y desde la tolerancia cobra especial relieve el proverbio portugués que reza “el valor crea vencedores, la concordia crea invencibles”. Es anecdótico, pero la misma razón puede encontrarse en aquella cantinela –“el pueblo unido jamás será vencido”- tan repetida en el período constitucional. Podremos disentir en no pocas de las cuestiones que nos afectan a diario. Pero habremos de permanecer unidos en la absoluta prioridad de los valores que nuestra Constitución proclama.
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