Es probable que uno de los tópicos que más congresos, seminarios, reuniones, jornadas, libros, intervenciones o conferencias provoca en este tiempo sea la transparencia. Transparencia en los gobiernos, transparencia en las empresas, en las ONG, en los medios de comunicación, en los partidos políticos, en los sindicatos en los bancos, etc, etc, etc. Hoy nadie, me parece, se escapa a la exigencia de la transparencia. Sin embargo, sorprende la facilidad con la que se manipula, se miente, se maquilla, se engaña, se simula o se edulcora la realidad al servicio del poder, del dinero o de la notoriedad. La pandemia, así es, ha confirmado la real realidad. La transparencia para muchos es sencillamente un objeto decorativo, una extravagancia o, lo que es peor, una opción que se seguirá si resulta conveniente. Y si no lo es, no pasa nada porque como prácticamente no hay ya controles, nunca tiene consecuencias su desconocimiento o vulneración.
Esta amarga realidad forma parte de la gran contradicción en que está instalada desde hace tiempo la vieja Europa. Mucha retórica democrática, continuas apelaciones a la dignidad del ser humano y, por otro lado, una sistemática agresión a todo lo que no sea susceptible de valoración económica o política que, a la postre, sólo busca, como objetivo único, el mantenimiento y la conservación de la posición de mando al precio que sea. En España, lo vemos y experimentamos todos los días.
En este ambiente paradójico, empresas y gobiernos, compañías y administraciones públicas, buscan mejorar sus páginas webs, su información, con la sana intención de mostrar la realidad de la forma más fidedigna posible. Pero en realidad, lo que encontramos, salvo honrosas excepciones es: manipulación de datos, falseamiento de la realidad y, sobre todo, toneladas de propaganda. Pero nada pasa porque el grado de control y dominación social es cada vez más intenso. Y extenso.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.
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