Las políticas sociales son, desde luego, una parte bien relevante de la acción de los Poderes públicos. En momentos de aguda crisis económica y financiera, estas políticas públicas adquieren una gran relevancia pues el Estado si para algo nació y por algo se justifica es precisamente para garantizar unas condiciones dignas para la vida humana. En otras palabras, a los Poderes públicos corresponde, en alianza inteligente con las instituciones sociales, promover las condiciones necesarias que permitan una realización digna del proyecto personal en un ambiente de libertad solidaria. No podemos olvidar que el Estado se funda en la dignidad del ser humano y a su protección y promoción se debe en todo momento.
Edgar Morín demostró hace algunos años, al final de la época de Miterrand en Francia, que las políticas sociales deberían plantearse a partir de esquemas de complementariedad, de pensamiento compatible. Cuándo los Poderes públicos competentes en materia de acción social todo lo fían al gasto público, con infinitos decretos y con una multiplicación del personal encargado de atender estas políticas, los resultados son los que son. Ya lo advirtió Morin: Insatisfacción generalizada de los usuarios de estos servicios, que demandan o solicitan algo más que visitas protocolarias o ayudas sin más. Más bien, lo que hace falta es que las Administraciones competentes aseguren que todas las personas que se encuentran en dificultades, en el umbral de pobreza, y quienes están excluidos del sistema social, reciban la atención que se merecen como seres humanos que son.
Uno de los rasgos que definen este espinoso problema que a todos nos preocupa es el de los denominados trabajadores pobres. Personas que a pesar de trabajar a jornada completa están en el umbral de la pobreza y, por ello, no pueden sacar adelante a sus familias. Este colectivo de personas crece mes a mes y a pesar del ingente, titánico trabajo que realizan las familias y las redes asistenciales públicas y privadas, no es posible atender a todos los integrantes de este grupo.
El problema es extremadamente grave y no se arregla, ni mucho menos, desde una perspectiva exclusivamente cuantitativa. Es menester un cambio de mentalidad, un cambio de políticas. Son necesarias políticas que partan de la subsidiariedad, que cuenten con las iniciativas sociales, y cuyas estructuras estén diseñadas para atender dignamente a las personas con dificultades. Al final, lo decisivo no es tanto quien preste el servicio como que la persona encuentre el espacio y el ambiente propicio para poder desarrollarse libre y solidariamente como ser humano. Esta es la cuestión.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
La página web de Jaime Rodríguez - Arana utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.
Asimismo puedes consultar toda la información relativa a nuestra política de cookies AQUÍ y sobre nuestra política de privacidad AQUÍ.