Europa, escenario de tantos anhelos de libertad y justicia a lo largo de la historia, encuentra precisamente en la exaltación de la libertad solidaria y en la incapacidad de soportar su carencia el nervio de su plena identificación cultural. La cultura europea se ha configurado sobre una radicalización de lo insoportable, es decir, sobre una extrema capacidad de indignación y una elevada resistencia a la privación de libertad, hoy sin embargo bajo mínimos a causa de la calculada operación de consumismo insolidaria que domina con inusitada potencia la vida de tantos millones de ciudadanos.
El Estado de Derecho es, sobre todo, aquel modelo de Estado que se propone mantener una situación materialmente justa (Klein). O, como sentenció Theodor Maunz, «el Estado de Justicia». Por eso, una de las más famosas resoluciones del Tribunal Federal Constitucional Alemán subrayó categóricamente que una vuelta a la mentalc y práctica jurídica.
En el fondo, la crisis del positivismo jurídico ha venido de la mano de los mismos excesos que el respeto a la ley trajo consigo y a las constantes infracciones del principio de legalidad entendido formalmente. Pero quizás la razón más determinante haya sido una mayor valoración y torma de conciencia de los criterios de justicia material. Orientación que surge de la tendencia a sustituir el llamado «Estado de Derecho» por un «Estado de Justicia» tal y como aparece en la Ley Fundamental de Bonn que afirma la vinculación a la ley y al Derecho del poder público, y también en la Constitución española en su artículo 103.
La fórmula Ley y Derecho parece aceptar la existencia de un Derecho supralegal que vendría a colocar a los Tribunales en una situación, hasta cierto punto autónoma respecto a la ley escrita. Esta corriente doctrinal parte, además del párrafo 3º del artículo 20 de la Ley Fundamental del Bonn -que es el que distingue entre Ley y Derecho-, del artículo 1 que configura a los «derechos humanos inviolables e inalienables como base de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo» y que declara que la dignidad del ser humano es inviolable.
Sin perjuicio de que la
Constitución española de 1978 dedique el Título Primero a los derechos
fundamentales, el preámbulo de nuestra Carta Magna ha querido dejar bien claro
uno de los objetivos colectivos más importantes: la protección de todos los
españoles (…), en el ejercicio de sus derechos humanos.
Varias consideraciones nos ofrece la lectura de esta parte del preámbulo. Por una parte, es significativo que la protección sea para todos. Es decir, todos los españoles gozan de la protección de la Constitución para el ejercicio de los derechos humanos o fundamentales. Por tanto, en la medida en que todavía hay españoles excluidos, españoles que no pueden ejercer efectivamente sus derechos humanos, en esa medida aún está pendiente de cumplimiento este objetivo constitucional que vincula también a todos los poderes públicos.
La protección de la Constitución a todos los españoles en el ejercicio de los derechos humanos exige una acción positiva de los poderes públicos que el propio texto constitucional explicita en multitud de parágrafos. Sin embargo, lo que ahora me interesa destacar en este punto es que los poderes públicos tienen una función constitucional de promocionar, de promover, de facilitar que todos los españoles puedan ejercerlos derechos humanos.
En este contexto, me parece que el artículo 10.1 constitucional cuando se refiere, desde el punto de vista técnico-jurídico a los derechos humanos, utiliza la expresión “derechos inviolables que le son inherentes”. Redacción que, a las claras, permite afirmar, sin demasiadas dificultades, que la Constitución entiende que existen derechos innatos, que nacen con la persona, que son susceptibles de una especial protección y que el Estado debe reconocer en la medida que constituyen patrimonio indivisible de la persona humana. Recordarlo en torno al 10 de diciembre, día de los derechos humanos, no viene nada mal.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana