La historia del conocimiento y de la ciencia es una sucesión de luces y sombras, de aciertos y errores, de avances y retrocesos en la aproximación a una comprensión más exacta de la realidad.
 
¿Quién, por ejemplo, en su sano juicio podría negar el progreso de la biología, de la física o de las diversas tecnologías, hoy tan en boga?. ¿Quién podría, desde la perspectiva de la realidad social, ignorar los avances acontecidos?. Es cierto que nunca los hombres y las mujeres vivieron, al menos en la civilización llamada occidental, en condiciones políticas de mayores libertades y posibilidades globales, aunque, no hemos de olvidar que una valoración política de esta índole para nada supone una valoración moral, por ejemplo, de la solidaridad de los países occidentales con los países del tercer mundo, de la solidaridad interna con los más desfavorecidos, de la realidad de la participación cívica, del grado de separación de los poderes, de la sensibilidad social con quienes están a  punto de ser,  con quienes son de forma defectuosa o con quienes, sencillamente, están a punto de dejar de ser.
 
Siendo la verdad un hecho objetivo es, al mismo tiempo, una experiencia subjetiva que da razón de la diversidad de opiniones, de interpretaciones y de aproximaciones al ser de las cosas. Diversidad que nos conduce al pluralismo, aspecto fundamental del conocimiento y del pensamiento humano que, sin embargo, en nuestro tiempo no está en su mejor momento pues domina una ideología relativista que parte del dogma, primero y único, de que ni hay verdad ni esta, por tanto, se puede descubrir. Por eso, que importante es reconocer la existencia de referencias universales y fundamentales sobre las que edificar el edificio social. Me refiero, claro está, a los derechos fundamentales de la persona, a los derechos humanos.
 
Los derechos humanos son derechos cuya titularidad corresponde a la persona, al ser humano. No son concesión del poder público sino que éste ha de reconocerlos en la medida que constituyen las expresiones más genuinas de la condición personal del hombre y permiten su libre desarrollo en la sociedad. El poder debe promoverlos, debe propiciarlos así como defenderlos y protegerlos. En modo alguno es legítimo que el poder los obstaculice o impida su realización. Son derechos de todas las personas, voten lo que voten, piensen lo que piensen y se expresen cómo se expresen. Por la poderosa razón de que en los derechos humanos encontramos el centro de confluencia de toda la acción política y una afirmación de verdad radical.
 
La centralidad de los derechos humanos en la vida política es de tal magnitud que conviene tener claro cuál es su fundamentación. Si los hacemos descansar sobre el consenso o el acuerdo, entonces la arbitrariedad está servida puesto que el acuerdo por naturaleza supone cesiones y, en materia de derechos humanos si se cede se está poniendo en tela de juicio la dignidad del ser humano tal y como es. Por eso, la fundamentación, si se quiere inmanente, de los derechos humanos la encontraremos en la dignidad inalienable del ser humano. Transigir sobre cuestiones de dignidad humana es, sencillamente, inaceptable. ¿Qué juicio merecería una ley que admitiera la tortura, una norma en cuya virtud que el poder político impidiera  el derecho a la libertad de expresión?. ¿Cómo calificar una norma jurídica dirigida a impedir la libertad de elección de colegio por los padres?.
 
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.