Los derechos humanos, los derechos fundamentales de la persona, vienen siendo interpretados, también en este momento tan inquietante de la historia del mundo que nos ha tocado vivir, desde una perspectiva individualista. Tal orientación, presente en muchas legislaciones de muchas latitudes, no es más que la expresión en clave jurídica de una ola de profunda insolidaridad que atenta, y gravemente, al bien común, al interés general. La dimensión subjetiva prima de forma casi absoluta mientras que la dimensión social brilla por su ausencia. No es ninguna casualidad. Las tecnoestructuras dominantes imponen, con notable éxito, determinados esquemas de comportamiento y de estilo de vida que convierten a una población indefensa  en masa dócil y sumisa ante los dictados de quienes realmente mueven los hilos y se benefician de ello.

En este contexto, cada vez es más urgente llamar la atención acerca de la necesidad de armonizar la dimensión individual, personal, con la consideración social, con el empeño por la mejora de las condiciones de vida de todos los ciudadanos. Si prevalece la perspectiva individualista, cada persona termina por convertirse en la medida primera y última de todo y de todos abriéndose un espacio de insensibilidad social de letales consecuencias. Ahí tenemos en nuestras ciudades especialmente una legión de personas solas, de ciudadanos abandonados a su suerte, de vecinos sin lazos comunitarios que quizás puedan vivir cómodamente pero que han perdido la capacidad relacional tan importante para el libre y solidario desarrollo del ser humano.

La exaltación del lucro, del beneficio, del resultado, de la eficiencia, conduce, desde la instauración del pensamiento único, a la conversión del ser humano, sea del que está por venir, del que es pero vive en malas condiciones y del que está a punto de dejar de ser, en puro objeto de usar y tirar. Ahí está, por ejemplo, el caso de las retribuciones de los becarios, ahí está esa brecha cada vez más amplia entre los que tienen salarios altos y bajos, y ahí está, sobre todo, esa globalización de la indiferencia que tanto daño hace al tejido social y a la calidad de vida de las personas.

El dominio de la técnica y de la eficiencia suele llevarnos a ambientes en los que la persona es reducida a un mero engranaje de una estructura que la convierte, como mucho, en un bien de consumo que cuándo ya no sirve a la causa, es desechado sin reparo. Ahí están los enfermos terminales, los ancianos abandonados y sin cuidados y, sobre todo, los niños a los que se condena a no poder exitir.

Por eso, la dignidad humana debería volver a ser el centro de las políticas, el centro y la raíz del orden social, político y económico, no ese sucedáneo que queda tan bien en discursos y escritos pero que a nada compromete. Afirmar la supremacía de la dignidad humana, como dijo Francisco en el Parlamento europeo hace unos años, “significa reconocer el valor de la vida humana, que se nos da gratuitamente y, por eso, no puede ser objeto de intercambio o comercio”.  Y, como también recordó Bergoglio a los europarlamentarios en su histórica visita al Parlamento Europeo, “cuidar la fragilidad quiere decir fuerza y ternura, lucha y fecundidad, en medio de un modelo funcionalista y privatista que conduce inexorablemente a la cultura del descarte”.

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana