El binomio libertad-intervención ha sido, y sigue siendo, una constante del pensamiento social y político. Subsidiariedad social e intervencionismo público en más de una ocasión han protagonizado relevantes debates que, como es lógico, continúan en nuestro tiempo, ahora sin embargo en segunda línea porque hoy el nivel de las discusiones y polémicas a que asistimos es el que es.
Para unos, la solución a todos los problemas existentes está en la actuación del Estado, mientras que para otros el camino que hay que seguir es el de la libertad económica sin más limitaciones que las que las que el propio mercado imponga. La cuestión, sin embargo, no es tan sencilla, a menos que sigamos inmersos en esa gran farsa intelectual que es el pensamiento ideológico. Me explico, ni el mercado ni el Estado, por sí solos y ante sí mismos, pueden resolver los problemas sociales, económicos y financieros.
Probablemente, la senda a seguir discurra a partir de ese viejo postulado de los liberales clásicos europeos: tanta libertad como sea posible y tanta intervención, hoy diríamos regulación, como sea menester. En otras palabras, el ejercicio de la libertad económica, que es el contexto ordinario de la actividad económica y financiera, requiere de condiciones de racionalidad y solidaridad que sólo una regulación justa y adecuada puede garantizar. Del mismo modo, la actividad pública de regulación existe y se justifica en la medida en que proporciona esos estándares o patrones de justicia y adecuación que permiten al mercado cumplir la función que le es propia.
Aquella sentencia de Hegel de que el Estado es la encarnación de la idea ética ha fracasado estrepitosamente como lo demuestra la experiencia europea del siglo pasado. Igualmente, la afirmación de los seguidores de la Escuela de Chicago, de que el mercado es la fuente y el fundamento de las libertades, ha sumido a los neoliberales en una aguda y profunda crisis. Si esto es así, como parece, la gran pregunta acerca de la funcionalidad y sentido de la regulación debe contestarse teniendo en cuenta precisamente el principio de subsidiariedad y el principio de solidaridad, dos de los principios de la Ética social y política más olvidados y preteridos en este tiempo.
En efecto, la regulación, como el mercado, no es un fin en si misma. Más bien, se trata de un medio que ha de estar diseñado para que el mercado pueda funcionar de la mejor manera posible, en condiciones de racionalidad, de proporcionalidad y de justicia. Es decir, para que el mercado no se rija por la ley de la selva y para evitar que circulen a su través todo un conjunto de artificios destinados al engaño y el fraude bajo formas más o menos sofá.
Por tanto, la regulación ha de controlarse para que no surjan en su nombre más organismos públicos, más funcionarios y más reglamentos que conduzcan a transformar lo que sólo es, y no es poco, una actividad de vigilancia, control, verificación y supervisión, en una forma, más o menos sutil, de dirección de la entera actividad económica.
El mercado no es un fin, la regulación tampoco. Son medios y como tales han de contemplarse en las normas jurídicas. De lo contrario seguiremos instalados en el gran estigma intelectual de este tiempo: el pensamiento bipolar y maniqueo que, por lo que se ve, todavía tiene muchos seguidores. Esperemos que por poco tiempo.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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