La semana pasada se dedicó a hablar y debatir sobre transparencia y gobierno abierto. Sin embargo, lo lógico habría sido primero entonar un mea culpa oficial por la opacidad y oscurantismo que, en términos generales, ha caracterizado la gestión pública de la pandemia. Y, después, una vez sentada la responsabilidad pública por la muy deficiente gestión de la transparencia, explicar como en una próxima crisis la transparencia y el gobierno abierto serán de verdad una prioridad para el quehacer público, tanto en el poder legislativo, en el poder ejecutivo como en el poder judicial.

Como sabemos, la lucha contra la corrupción tiene distintos enfoques. Uno, el punitivo, para castigar las acciones u omisiones corruptas. Otro, quizás más relevante, el preventivo, que trata de evitar la comisión del hecho o la inactividad corrupta. Pues bien, la transparencia, como ha recordado Marín Mrcela, presidente del GRECO, Grupo de Países contra la Corrupción del Consejo de Europa, es imprescindible para prevenir la corrupción. La corrupción ha aumentado en la pandemia justamente por haberse bajado la guardia en materia de transparencia.

En efecto, una de las principales medicinas, quizás la más importante, para combatir la corrupción en el sector público, cualquiera que sea su naturaleza, es la transparencia y la máxima publicidad de las actuaciones realizadas con cargo a los fondos públicos. Unos fondos que son de todos y de cada uno de los ciudadanos y que, por tanto, deben administrarse desde esta perspectiva. No son, ni mucho menos, fondos de los que se pueda disponer libremente. Siempre y en todo caso ha de constar la causa de su uso y gestión porque es lo que procede en un Estado de Derecho. Como señala Mrcela, para combatir la corrupción es necesaria una mayor y mejor rendición de cuentas que suele ir acompañada de una mayor confianza de la ciudadanía en la gestión de los fondos públicos.

En el Estado de Derecho los dirigentes de la cosa pública y el resto de los miembros de los diferentes poderes del Estado, también por supuesto, los diputados y senadores, deben justificar en todo momento las actuaciones que realizan con cargo a los fondos públicos. Si no hay rendición de cuentas, si no se justifican las actuaciones públicas, si no se motivan los actos administrativos, la corrupción está servida. Algo que en tiempos de pandemia, de oscuridad en tantos ámbitos, ha sido especialmente inquietante.

El Estado de Derecho supuso, entre otras cosas, el tránsito de la subjetividad en el ejercicio del poder a la objetividad. Ahora el poder se expresa en forma de procedimientos, normas y principios. Antes, la pura arbitrariedad, el capricho o las apetencias o deseos, a veces inconfesables, del dirigente, fundaban la toma de decisiones en los más variados ámbitos. Por eso, porque la ciudadanía empieza a darse cuenta de que los actuales dirigentes se alejan, cada vez más, de las señas de identidad del sistema político que nos rige, es más importante cada día que cunda la ejemplaridad en la dirigencia pública. Una ejemplaridad que ahora está, guste más o menos, bajo mínimos porque muchos de nuestros representantes siguen aislados de la realidad y actúan en consecuencia.

Según Mrcela, al reforzar la rendición de cuentas, la transparencia se nos presenta como un gran instrumento para la mejora de la calidad de la democracia. La transparencia no se consigue sin más por muchas leyes y normas que se aprueben. Es una característica inherente a la democracia y al Estado de Derecho que debe brillar por su presencia todos los días en la conducta y actuación de quienes ejercen poderes públicos. En tiempos de emergencia sanitaria, sin embargo, la opacidad ha eclipsado la necesaria transparencia que debe ir de la mano, sobre todo, en tiempos de excepcionalidad. Tiempos en los que, de nuevo, el afán de control y dominación social ha hecho acto de presencia con especial intensidad.

Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.

@jrodriguezarana