Tras las elecciones del 25 M, el desprestigio de la política sigue en picado. Y no es para menos porque una parte sustancial de la población no percibe clara y rotundamente que la política y los políticos discurran por la senda del compromiso creciente con la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. Más bien, lo que se está poniendo de relieve, y no sólo en España, es que otras formas de estar y hacer política deben hacer acto de presencia.
En efecto, de un tiempo a esta parte, sobre todo desde la emergencia de la profunda crisis que asola el mundo occidental de uno a otro confín, se aprecia una progresiva desafección de la ciudadanía en relación con la política. Aumenta la abstención en las competiciones electorales, las encuestas de opinión reflejan la mala imagen de los partidos políticos y, por si fuera poco, la corrupción ha hecho acto de presencia con inusitada intensidad en multitud de actividades.
En este contexto, se observa una crítica amarga contra esta noble actividad, la más digna a la que se pueda dedicar el ser humano, sin caer en la cuenta de que no se debiera generalizar, pues también hay, y no pocas, personas que están en política para atender objetivamente al interés general, que hacen gala de una preocupación efectiva y constante por las personas concretas que están excluidas o fuera del sistema social.
Así las cosas, con la ciudadanía reacia a participar, los partidos políticos, más desde el 25 M, debieran proceder a una razonable reforma de su organización o funcionamiento. Con el fin, claro está, de abrirse a la sociedad, con la finalidad de dar mayor presencia a la militancia y a los simpatizantes en la elección de las direcciones, en la conformación del ideario político, en la selección de los candidatos a cargos electos o, también, en los procedimientos de rendición de cuentas de los responsables.
En efecto, es menester que la militancia, que es la verdadera dueña del partido, no sus directivos, pueda expresarse sin especiales dificultades cuándo estime que la cabeza de la formación sigue derroteros distintos a los marcados por el ideario propio o los compromisos electorales. Incluso, habría que prever que los militantes reciban periódicamente, de los altos cargos del gobierno, cumplida respuesta a sus preguntas, de forma y manera que la rendición de cuentas sea un hábito en la vida partidaria también, no sólo ante el parlamento, ante el que se presentan sesudos informes que nadie lee.
Si los partidos no se abren a la sociedad y se ajustan a los valores y cualidades democráticas, las opiniones y criterios de la ciudadanía en relación con la cosa pública se irán deteriorando todavía más. La política real seguirá privatizada y el mando en poder de una grupo de privilegiados que se aprovechan, y de qué manera, de la ausencia de canales reales de participación cívica. Y, mientras tanto, las opciones extremas, aquellas que propician soluciones radicales, seguirán ganando adeptos. Es hora, pues, de que las estructuras partidarias se abran a la realidad, que nuevas personas asuman nuevas responsabilidades. Si siempre, de una u otra manera, están los mismos al frente de la cosa pública y la población percibe que los integrantes de ese colectivo tienen cierta adicción a los cargos en una situación en la que muchos lo pasan muy mal, todo puede pasar, todo.
Jaime Rodriguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. Jra@udc.es
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