Nuestro proceso constituyente, que -inseparablemente unido al proceso que se ha llamado la transición española- despierta, solo hay que viajar para ser consciente de ello, la admiración de la opinión pública en el mundo entero – pretendió la promoción de los principios y valores democráticos, por tan largo tiempo preteridos en España, y junto con ellos, o por ello mismo, se propuso la superación tanto del nacionalismo español, del que el régimen franquista hizo bandera, como los nacionalismos particulares que perseguían mediante la independencia la ruptura de la convivencia española.
Se trataba por lo tanto, en el ánimo constituyente, de afirmar la realidad inequívoca encerrada en lo que se ha dado en llamar los hechos diferenciales, particularmente los de aquellas comunidades que se llamaron nacionalidades históricas, a las que se dio tal consideración por tener completado su proceso estatutario en el régimen republicano.
El ánimo constitucional era tan claro a este respecto que no se dudó en utilizar la expresión ‘nacionalidad’ para referirse a las realidades culturalmente diferenciadas que se integraban en España. Significaba esto, a nuestro entender, que se estaba no sólo en la disposición favorable a acoger todas las reivindicaciones de carácter cultural, histórico y político que desde los diversos territorios autónomos que se fuesen articulando pudieran hacerse, sino que se atendía el proceso positivamente. Es decir, el constituyente afrontaba el proceso autonómico con una actitud constructiva y activa a favor de lo que se consideraba constitucionalmente el derecho legítimo de cada pueblo de los que integran España a entender en la organización y gobierno de los asuntos propios. Y ese proceso había de realizarse, para cada comunidad, en un grado y ámbito que la misma Constitución y el desarrollo legislativo posterior –en un proceso descentralizador sin parangón- se encargarían de definir.
Pero el límite general que se ponía a semejante proceso, que se engloba dentro del proceso general constituyente –en cuanto se estaba constituyendo una nueva organización territorial del Estado que la misma experiencia histórica se iba a encargar de perfilar, ya que la redacción del título VIII era manifiestamente abierta. El límite general de ese proceso venía señalado por el concepto de solidaridad, de notable ambigüedad jurídica, y sobre todo por el claro y preciso concepto de soberanía. Hasta el punto –y es esta una explicación plausible- que al referirse a los territorios culturalmente diferenciados, en su afán de destacar su profunda singularidad, el constituyente habló de “nacionalidad”, pero reservó el título de nación para el conjunto de España. Se trataba de reservar a España –en su totalidad- el título de nación, justamente para no dejar lugar a duda alguna respecto al principio de soberanía, se trataba de salvaguardar el principio jurídico que se mencionó: es la nación el sujeto soberano.
Con una conformidad explícita con el texto constitucional, o con una posición de ambigüedad calculada respecto al mismo y al estatuto respectivo, según los casos y según el momento político, los partidos nacionalistas han desarrollado su estrategia durante todo el proceso de transferencias, produciendo un doble discurso perfectamente coherente con sus objetivos políticos últimos: de cara al exterior, la afirmación de los altísimos niveles competenciales alcanzados con el impulso del estatuto propio, cuyo prestigio legal se trata por todos los medios de acentuar –desvinculándolo del precepto constitucional-; y de cara al interior, la permanente insatisfacción por la interpretación raquítica de los techos competenciales.
Y precisamente cuando los niveles de transferencia alcanzan su culminación y son colmadas con creces las aspiraciones que estaban implícitas en la incoación del proceso autonomista, ante nosotros la pretensión del actual gobierno de Cataluña de convocar un referéndum en contra de las más elementales formas jurídicas, constitucionales y legales.
Pues bien, España no es una nación en el sentido en que para los nacionalistas gallegos, vascos o catalanes lo es Galicia, Euzkadi o Cataluña: la homogeneidad cultural o lingüística que supuestamente presentan esos territorios no se encuentra en España. Pero sucede que el concepto de nación que los nacionalistas particularistas aplican a sus comunidades respectivas no es real. No existe una identidad cultural o lingüística única u homogénea en los respectivos territorios; no existe un territorio “nacional” sobre el que se haga la reivindicación política de modo definitivo y completo; no existe una realidad histórica que justifique la reivindicación nacional de modo incontestable. De ahí que podamos afirmar que la reivindicación nacional que se hace por las partes tiene su fundamento principal en el objetivo político nacionalista, en la voluntad de los nacionalistas, no de todos los ciudadanos.
Es cierto, y no es posible negarlo sin faltar a la verdad, que existe un hecho diferencial de alcance a veces profundísimo. Pero tan exagerado y erróneo como negarlo es maximizarlo hasta convertirlo en un hecho universal homogéneo en el propio territorio. De tal forma que la condición de vasco, gallego, o catalán no sería derivada de la propia sujeción al estatuto, como actualmente sucede, sino, en el supuesto del cumplimiento de las aspiraciones nacionalistas, sería derivada de la identificación con el proyecto nacional que los propios nacionalistas propugnan, con el detrimento y menoscabo que tal formulación conlleva para las libertades personales, mediatizadas, se quiera o no –en el nacionalismo- por la afirmación, previa a toda consideración política, de la realidad nacional particular propia.
Jaime Rodríguez-Arana
Catedrático de Derecho Administrativo
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