Una de las causas de la crisis general que se ha instalado en el mundo occidental la encontramos en el consumismo insolidario. Una ideología que se inocula tanto desde las principales terminales financieras y económicas como desde las tecnoestructuras políticas. Se trata, ni más ni menos, que de ofrecer a los ciudadanos toda una serie de servicios, bienes y productos dirigidos a convertirlos en compulsivos consumidores, en sumisos y dóciles adoradores del deseo de tener y disponer de determinadas cosas que se asocian a la plenitud de la condición social. De esta manera, poderes políticos y financieros consiguen narcotizar al dueño del poder apropiándose de forma sutil, pero muy efectiva, de la toma de decisiones sin temor a la rendición de cuentas, sin miedo a una ciudadanía crítica y exigente.

 
En este contexto, un reciente estudio realizado por Unicef acerca de la vida familiar en el Reino Unido nos acerca al problema del bullying: el temor que asalta a muchos jóvenes de verse excluidos de su ambiente social por no entregarse al hiperconsumismo. Es el caso de tantos adolescentes que se ven compelidos a cambiar continuamente de marca de  móvil, de vaqueros o de raqueta, porque no estar a la última es síntoma de escasa o nula consideración en el grupo social de adscripción.
 
En esta carrera consumista muchos padres, que piensan, equivocadamente, que lo mejor para sus hijos es mantenerse a la última en marcas de ropa, por ejemplo, llegan a situaciones asombrosas. Por lo pronto, ceder a la tentación consumista significa olvidarse de la responsabilidad ciudadana por contribuir a mejorar la calidad del espacio público. Además, ingresar en este circuito de vertiginosa velocidad supone vivir y trabajar para que los retoños se mantengan a como de lugar en esos ambientes de hiperconsumismo. Hay que trabajar más para consumir más y hay que consumir más como consecuencia de la falta de tiempo producida por el exceso de trabajo. En este círculo vicioso en el que penetran no pocas personas se pierde de vista la dimensión solidaria, tan importante en la vida social. Padres y chicos, niños y progenitores entran en un mundo de despersonalización que produce no pocos traumas y complejos y que tantas veces termina en rotundos fracasos, sobre todo cuándo ya no es posible mantener ese tren de vida en lo que a consumo de marcas y bienes de lujo se refiere.
 
El mundo del consumismo insolidario conduce a la imperiosa necesidad de tener y tener paras ser aceptado. Si no se consigue seguir la dictadura de las marcas entonces aparece el bullying, esa ansiedad creciente por  disponer de  lo que todos las personas de su entorno social disponen. Es evidente que en este mundo hay un grave déficit de educación familiar. Normalmente los padres que consienten estas prácticas es o porque ellos mismos viven plenamente en ese ambiente o porque han renunciado a una exigente y cuidada educación para hacer de sus hijos hombres y mujeres con criterio que sepan administrar solidariamente su libertad.
 
En el fondo de esta peligrosa enfermedad se encuentra la no menos lamentable idea de que lo relevante es tener y poseer toda clase de bienes, cuanto mejores y de marcas más sofisticadas mejor. Ahora, en una época de aguda crisis económica, veremos que pasa con estos jóvenes. En Londres, el verano pasado nos mostró, en toda su crudeza, la dura y tremenda imagen de cientos de adolescentes asaltando tiendas para continuar su sueño consumista, ahora de forma violenta.
 
Parece mentira, pero con la crisis estamos descubriendo la importancia de una cualidad básica de la vida ciudadana, no sólo para los tiempos de vacas flacas, sino para toda circunstancia: la sobriedad. Una virtud que consiste en disponer de lo necesario para vivir con dignidad y moderación. Una virtud que ayuda a ser más libre porque se tienen manos necesidades y, por ello, se puede entender mejor la responsabilidad social de todo ciudadano. El consumismo aherroja, la sobriedad libera. Moraleja, si queremos educar jóvenes responsables, con criterio, con gusto por el pensamiento y con sentido del compromiso cívico, en lugar de inundarlos de toda clase de bienes materiales, procuremos estimularles y animarles, con buenos ejemplos por supuesto, a que entren por la senda de la sobriedad y la moderación.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es