Forma y derechos fundamentales

La deriva formalista y procedimentalista en la interpretación y formulación del Estado de Derecho, hoy en pleno apogeo en nuestros sistemas políticos, debe ceder ante la existencia de derechos fundamentales de la persona que reclaman prestaciones concretas de la Sociedad o del Estado. Hoy no es posible mantener posiciones provenientes de prejuicios o preconceptos ideológicos que  pretenden proyectar unilateral y totalitariamente sobre la realidad un determinado modelo político o social. Hoy es menester buscar categorías y conceptos que permitan, he aquí la clave, un más libre y solidario desarrollo de las personas, especialmente de todas y cada una de sus libertades,  de todos y cada uno de sus derechos fundamentales.

Heller tenía razón cuándo advertía de que la clave se encuentra en la realización de la dimensión material, sustancial, de la cláusula del Estado de Derecho pues la idea del compromiso social del Estado surge de la extensión del pensamiento del Estado de Derecho material al orden del trabajo y de los bienes. Es decir, el derecho al trabajo, el acceso en condiciones de igualdad al mercado de trabajo, el derecho a la alimentación, a la vivienda, a la educación o, entre otros, a la salud, son derechos humanos en sentido estricto, derechos fundamentales de la persona, puesto que hacen a la misma dignidad humana y sin su concurso no se puede hablar propiamente de condiciones reales, en ocasiones incluso de mínimos, para una existencia acorde a la naturaleza del ser humano.

La creación de las condiciones que hagan posible la libertad y la igualdad de las personas y de los grupos en que se integran no es la única exigencia de la cláusula del Estado social. También, en su vertiente negativa, esta cláusula demanda del Estado la remoción de los obstáculos que impidan la libertad y la igualdad de los ciudadanos y de los grupos en que se integran. Y, todavía, más, el artículo 9.2 de la Constitución española reclama al Estado que fomente la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica y social. Es decir, la cláusula del Estado social y democrático de Derecho trata de acciones positivas, de acciones de remoción de impedimentos y de acciones de fomento de la participación. Tres formas de presencia del Estado que, en mi opinión, en la medida de lo posible, pueden realizarse armónicamente.

El Estado social, denominado desde un punto de vista sociológico Estado de bienestar, constituye una reacción frente a los fallos del Estado liberal entendido en sentido formal, sin correcciones, dejado a las puras fuerzas de la autorregulación del mercado. Los derechos fundamentales en sentido clásico se entendían como espacios de libre determinación del individuo sin posibilidad de actuación estatal pues se trataba de ámbitos vedados al mismo Estado que lo que debe hacer es ser un mero observador, reduciendo su actuación a la mera abstención, a la no interferencia. En este marco se llega al convencimiento de que la autorrealización personal en sí misma y por sí misma no se produce en todos los casos y para todos los ciudadanos sino es un marco de libertad solidaria.

Por eso es tan importante que el Estado a través de las políticas públicas defienda, proteja y promueva la dignidad humana y los derechos fundamentales, individuales y sociales, de ella derivados.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Constitución y derechos fundamentales

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La Constitución de 1978 ha producido evidentes impactos sobre los pilares de nuestro Derecho Administrativo llegando a conformar un Derecho Administrativo Constitucional presidido por una interpretación del interés general en armonía con los valores y principios constitucionales que define el marco de desarrollo de esta rama del Derecho Público y que ilumina el juego de la dualidad materia-forma también en este Ordenamiento jurídico. A pesar de la simplicidad y de la claridad de esta cuestión todavía estamos pendientes, en alguna medida, de diseñar una urdimbre administrativa apropiada que permita a su través la realización de todos los valores constitucionales, especialmente los conectados al Estado social y democrático de Derecho.

El artículo 103 de la Constitución española señala que «la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales». Es decir, esos intereses generales que vienen definidos por la efectividad de los derechos fundamentales en el Estado social y democrático de Derecho, constituyen la razón de ser de la Administración Pública, y por tanto han de estar imbricados en todas las categorías e instituciones del Derecho Administrativo, también, como es obvio en los actos y en las normas administrativas. El Derecho Administrativo Constitucional está llamado, por ello, a garantizar, a preservar y a fortalecer los derechos fundamentales de la persona, los individuales y los de orden social. Es lógico que así sea puesto que el propio interés general se dirige hacia la efectividad de los derechos fundamentales. Además, la definición del Estado social en clave dinámica se opone al intento del modelo de Estado social estático por apropiarse de la sociedad, de forma y manera que la funcionalidad del Derecho Administrativo Constitucional debe buscarse en el necesario reforzamiento y promoción de los derechos fundamentales en el marco de una acción combinada Estado-Sociedad.

Los derechos fundamentales de la persona, bien lo sabemos, han jugado un papel de primer orden en la configuración del constitucionalismo. Las normas que los regulan, unidas a las que definen el sistema económico y a las que articulan el modelo de Estado constituyen, sin duda, la parte de la Constitución de la que se deduce el modelo constitucional de Sociedad

En su origen, los derechos fundamentales se concebían como auténticos límites frente al poder político. Es decir, imponían un ámbito de libre determinación individual completamente exento del poder del Estado. Esta dimensión de los derechos fundamentales era la lógica consecuencia del establecimiento de los postulados del Estado liberal de Derecho, en el que el sistema jurídico y político en su conjunto se orientará hacia el respeto y la promoción de la persona humana en su estricta dimensión individual. Por eso el Derecho Público al regular los diferentes intereses generales debía contar siempre con un ámbito vedado a su actuación, el del ejercicio de los derechos civiles y políticos, los derechos fundamentales de libertad, de no intervención por parte de los Poderes públicos.

Sin embargo, el tránsito del Estado liberal de Derecho al Estado social ha traído consigo una nueva dimensión del papel y de la funcionalidad de los derechos fundamentales de la persona. Nueva orientación que encuentra su apoyo en la superación de la férrea y anacrónica distancia entre Estado y Sociedad. Ya no son los derechos fundamentales solamente meras barreras a la acción de los Poderes públicos. Más bien, se configuran como un conjunto de valores o fines directivos de la acción positiva de los Poderes Públicos. Hoy, sin embargo, tal funcionalidad de los derechos fundamentales es sistemáticamente lesionada por tecnoestructuras, especialmente en tiempos de pandemia, que discriminan y marginan a quienes no se alinean y siguen los dictados del pensamiento único. Lo vemos, y experimentamos, a diario.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Derecho y globalización

El espacio administrativo global es un espacio jurídico. Es importante esta precisión porque la afirmación de un espacio administrativo global sin la caracterización jurídica podría llevarnos de la mano a la perspectiva tecnoestructural  en cuya virtud se intenta, tantas veces, contemplar la realidad sin más límites que los de la eficacia o la eficiencia. Algo que, en este tiempo, como en el pasado, constituye uno de los desafíos más importantes del Derecho Administrativo: o se convierte de verdad en el Derecho del Poder para la libertad, o, sencillamente, termina por ser la “longa manus” del poder, la justificación técnica del poder sin más.

Por otra parte, el Derecho Administrativo Global encuentra también espacio propio, en coexistencia con el Derecho Internacional Público, como señalan Kingsbury, Krisch y Stewart, en la base de la acción que se realiza a nivel global en el trabajo del Consejo de Seguridad de la ONU y en la comitología de la propia organización de Naciones Unidas, así como en la regulación de la energía llevada a cabo por la Agencia Internacional de Energía Nuclear (AIEA) o en los mecanismos de supervisión de la Convención sobre Armas Químicas.

La realidad de la acción pública a nivel supranacional e intergubernamental nos ofrece un panorama bien amplio y variado de modalidades de acción pública institucional que trae su causa de regulaciones globales procedentes de la Administración Global. Una Administración que es polifacética, poliédrica, plural, en la que la proyección del pensamiento abierto y compatible permite que la acción administrativa en sentido amplio deje de ser un coto reservado de las estructuras tradicionales de naturaleza administrativa.

Podrá decirse, con razón, que este enfoque no es nuevo. Y es cierto. Como es sabido, en el siglo XIX, a finales, surgió una perspectiva internacional del derecho Administrativo llamada Derecho Administrativo Internacional que, lejos de sustituir al Derecho Internacional Público, trató de explicar la acción de la llamada Administración Internacional como consecuencia del auge de las instituciones regulatorias internacionales o “uniones internacionales”, que según Kingsbury, Krisch y Stewart, trataban temas como los servicios postales, la navegación o las telecomunicaciones y que disponían, en ocasiones, de relevantes poderes regulatorios que incluso no precisaban de ratificación estatal para desplegar eficacia jurídica. En el marco de estas “uniones internacionales” se producía una suerte de cooperación interestatal o intergubernamental que justificó el nacimiento de una verdadera Administración internacional que incluía tanto instituciones estrictamente internacionales como sujetos jurídicos internos dotados de capacidad jurídica en la dimensión transfronteriza. Estas ideas, y sobre todo, el análisis administrativo de las relaciones internacionales, como se ha señalado, desparecen tras la Segunda Guerra Mundial y, de alguna manera, reaparecen a día de hoy en forma de Derecho Administrativo Global.

En efecto, el Derecho Administrativo Global, todavía en construcción, debe aportar a la globalización de tantos sectores y ámbitos administrativos juridicidad, separación de poderes y reconocimiento de los derechos humanos. Algo que, a día de hoy, constituye una asignatura pendiente que debe animarnos a estudiar mejor este sector del Derecho Público y a dotarlo de principios que aseguren que en todo momento la racionalidad técnica discurra por los márgenes del Derecho.

 

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Lenguaje y técnica normativa

Hoy, en tiempo de ensayos autoritarios, el abandono de la justicia material y su entrega “in toto” a la forma, al proceso, al procedimiento, que se convierten en la única referencia de la “ciencia” del Derecho es, no solo expresión del dominio del pensamiento ideológico, sino de algo más grave: el uso alternativo de la forma como medio de llegada y mantenimiento del poder.

La forma, a pesar de su gran relevancia, tiene la consideración de medio para que la norma sea mejor conocida, entendida y comprendida por su destinatario propio. El problema es que en este tiempo el resplandor del lenguaje ha cegado al mismo Derecho que ha pasado a ocupar un segundo lugar. Ha sido relegado por la gran luz del lenguaje que se nos presenta como lo realmente determinante de lo jurídico, cuando ciertamente, sin dejar de ser importante, no tiene más condición que la de medio y, si el medio se convierte en fin, entonces los valores jurídicos no cumplen la función que les es propia.

La técnica normativa invita a que las normas se redacten de acuerdo con el lenguaje propio y específico del Derecho, que debe ser entendible para los destinatarios de las disposiciones. La realidad muestra que la mayoría de la población apenas alcanza a entender el significado y el contenido de las normas porque éstas siguen redactándose en un lenguaje ininteligible para el común de los mortales. Unas veces por el uso de una terminología lo más ambigua y confusa posible para evitar su entendimiento, otras por seleccionar los términos más técnicos, solo del dominio de una minoría. Es decir, el lenguaje desgajado de la realidad, como instrumento para la realización de determinados fines tantas veces desconectados de los valores superiores del Ordenamiento jurídico.

Es menester, en este punto, combinar un lenguaje normativo preciso, claro y riguroso, con su entendimiento general, lo que no es sencillo. Quizás si el lenguaje de la norma fuese al menos inteligible para sus destinatarios habríamos dado ya un gran paso. De lo contrario, si el pueblo no es capaz de comprender el contenido y el significado de las normas, incluso las que le son de aplicación, la seguridad y la certeza jurídica no serán más que principios formales sin contenido general.

Se ha afirmado, con razón, que la inteligibilidad de las normas requiere del uso de términos propios del lenguaje normativo entendibles por el pueblo, lo que es posible siempre y cuándo se busquen, y se encuentren, esas expresiones del acervo popular de profunda raigambre jurídica que demuestran que en el lenguaje común existen elementos de naturaleza jurídica cuya utilización en las normas facilitará la comprensión por la generalidad del pueblo. Por lo que se refiere a la claridad normativa, el principio de seguridad jurídica reclama que la norma jurídica esté redactada claramente y debidamente publicada, de manera que sea cierta tal y como, por otra parte, apunta la sentencia del Tribunal Constitucional español de 16 de julio de 1987. Además, el principio general del Derecho de seguridad jurídica exige que de los términos de su redacción se deduzca claramente su valor normativo, su naturaleza jurídica, su posición en el sistema de fuentes, su eficacia, su vigencia, su estructura y su publicidad.

La claridad en la redacción de la norma, especialmente en lo que se refiere a las cuestiones que hacen referencia al rango, derogación, efectos, dispensas, excepciones, modificaciones y vigencia, evitan el ambiente de oscuridad, opacidad y ambigüedad en el que no pocas veces caen los legisladores o administradores de nuestro tiempo. Cuándo ello acontece, normalmente nos encontraremos ante la generación de un contexto de oscuridad o penumbra buscado por el poder para actuar sin limitaciones, sin restricciones. Es la expresión de un poder que no quiere controles y que legisla o administra persiguiendo siempre hacer su voluntad, utilizando el Derecho y la técnica normativa como meros instrumentos formales, desconectados de los valores superiores del Ordenamiento jurídico, para consumar sus propósitos. Por eso es tan importante que las reglas o directrices de técnica normativa tengan un adecuado rango jurídico que permitan que el Derecho siga siendo un dique de contención frente a las inmunidades que busca el poder público usando a su antojo unas normas concebidas, única y exclusivamente, desde la perspectiva formal.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Ética y política

La relación entre Ética y Política, entre la rectoría de los asuntos públicos y la dimensión moral, es un problema intelectual de primer orden, de gran calado. Desde los inicios mismos del pensamiento filosófico y a lo largo de toda la historia en Occidente ha sido abordado por tratadistas de gran talla, desde las perspectivas más diversas y con conclusiones bien dispares. Y por mucho que se haya pretendido traducir algunas de ellas en formulaciones concretas, la experiencia histórica ha demostrado sobradamente que ninguna puede tomarse como una solución definitiva a tan difícil cuestión. En realidad, la democracia como forma de gobierno encierra en sí misma una fuerte componente ética pues consiste esencialmente en gobernar para la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos a través de su participación real en los asuntos que vertebran el interés general.

La dignidad de la persona y los derechos fundamentales ocupan en este tema una posición capital. Hasta el punto de que el ejercicio del poder público en la democracia debe ir orientado y dirigido a que las personas se puedan realizar libre y solidariamente de la mejor forma posible en la vida social. Sobre esta base, sobre el suelo firme de nuestra común concepción del ser humano (que se explicita de algún modo en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948), es sobre lo que puede asentarse la construcción de nuestro edificio democrático.

El centro de la acción política es la persona. Ahora bien, la persona no puede ser entendida como un sujeto pasivo, inerme, puro receptor, destinatario inerte de las decisiones públicas. Definir a la persona como centro de la acción política significa no sólo, ni principalmente, calificarla como centro de atención, sino, sobre todo, considerarla el protagonista por excelencia de la vida pública.

No obstante, afirmar el protagonismo de la persona no quiere decir darle a cada individuo un papel absoluto, ni supone propugnar un desplazamiento del protagonismo ineludible y propio de los gestores democráticos de la cosa pública. Afirmar el protagonismo del individuo, de la persona, es poner el acento en su libertad, en su participación en los asuntos públicos, y en la solidaridad.

En el orden político se ha entendido en muchas ocasiones la libertad como libertad formal. Siendo así que sin libertades formales difícilmente podemos imaginar una sociedad libre y justa, también es verdad que es perfectamente imaginable una sociedad formalmente libre, pero sometida de hecho al dictado de los poderosos, vestidos con los ropajes más variopintos del folklore político.

Las sociedades realmente libres son las sociedades de personas libres. El fundamento de una sociedad libre no se encuentra en los principios constituyentes, formales, sobre los que se asienta su estructuración política. El fundamento de una sociedad libre está en los hombres y en las mujeres libres, con aptitud real de decisión política, que son capaces de llenar cotidianamente de contenidos de libertad la vida pública de una sociedad. Pero la libertad, en este sentido, no es un estatus, una condición lograda o establecida, sino que es una conquista moral que debe actualizarse constantemente, cotidianamente, en el esfuerzo personal de cada uno para el ejercicio de su libertad, en medio de sus propias circunstancias.

Afirmar que la libertad de los ciudadanos es el objetivo primero de la acción política significa, en primer lugar, perfeccionar, mejorar, los mecanismos constitucionales, políticos y jurídicos que definen el Estado de Derecho como marco de libertades. Pero, en segundo lugar, y de modo más importante aún, significa crear las condiciones para que cada hombre y cada mujer encuentre a su alrededor el campo efectivo, la cancha, en la que jugar, libre y solidariamente su papel activo, en el que desarrollar su opción personal, en la que realizar creativamente su aportación al desarrollo de la sociedad en la que está integrado. Creadas esas condiciones, el ejercicio real de la libertad depende inmediata y únicamente de los propios ciudadanos, de cada ciudadano. Pienso que por este camino deben discurrir algunas de las más relevantes manifestaciones de regeneración democrática que requiere nuestro sistema político.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Formalismo y principios

La materia y la forma, el procedimiento y los valores, deben estar inseparablemente unidos de manera que, a través de la forma, a través del procedimiento, a través del proceso, discurran y se transmitan los valores del Estado de Derecho.

El formalismo, sin embargo, busca sacrificar los valores, los principios, en el altar de cientificidad o autonomía de la ciencia jurídica que, desde esta perspectiva, debería olvidarse de los valores o, por mejor decir, de la misma justicia. En este sentido, sin rubor alguno, desde la vía formalista se afirma que el jurista científico debe ocuparse únicamente de las normas que se han de aplicar y no de la justicia de una solución jurídica determinada.

La armonía entre valores y forma sale al paso de un exagerado conceptualismo que nada aporta a la resolución de los problemas sociales y de un hiperbólico dogmatismo entendido en su peor sentido. Es decir, como pura exégesis de la norma positiva incapaz de remontar el vuelo por encima del texto escrito y de otras indagaciones meramente formales o gramaticales, sin atisbo alguno de búsqueda de lo verdaderamente importante como es la conexión de la norma con el resto del sistema fin de desentrañar su verdadero sentido, sus fines y su sustancia última, así como su razón de ser.

La lucha entre positivismo y iusnaturalismo o, lo que es lo mismo, el combate entre la forma pura, abstracta, y el principio desgajado de la realidad, todavía presente en el mundo jurídico, no conduce a ningún lugar. La clave, desde el pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario se encuentra, en una relación de armonía entre la forma y el valor. Es más, en un Estado de Derecho, la forma es, debe ser, la expresión de los valores propios y característicos del Estado de derecho. Algo que hoy, como vemos y experimentamos a diario, brilla por su ausencia.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


El derecho a un nivel de vida digno en tiempos de coronavirus

El derecho fundamental de la persona a un nivel de vida adecuado (artículo 25.1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos), a una digna calidad de vida, como reza el preámbulo de la Constitución española de 1978 es, siguiendo a la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del hombre, artículo XI, la que permitan los recursos públicos y los de la comunidad, como dispone el artículo 26 de la Convención Americana de Derechos Humanos, en la medida de los recursos disponibles, por vía legislativa u otros medios apropiados. Tales previsiones sitúan en el centro del orden social, político y económico a la dignidad del ser humano, lo que implica, lisa y llanamente, que las disponibilidades presupuestarias del Estado y de la sociedad, de la comunidad, han de orientarse y gestionarse para que, en efecto, se garantice a todos los hombres y mujeres una digna calidad de vida. Esta norma, en tiempos de emergencia sanitaria a causa de la pandemia del COVID 19 es de aplicación preferente como es obvio.

El artículo 130.1 de la Constitución española reclama a los Poderes públicos que equiparen el nivel de vida de los españoles a partir de una política económica adecuada a este fin. Tal nivel de vida es el que implica y exige, para ser tal, la satisfacción de determinadas necesidades sociales y económicas que, a su vez, garantizan el acceso a otros derechos también humanos y fundamentales, también de gran importancia. En este sentido, el epicentro de los derechos sociales fundamentales se ubica en las necesidades colectivas de los ciudadanos, unas necesidades, como el agua potable, el servicio sanitario, el servicio eléctrico, el suministro del gas, de transporte público, de corredores viales, del correo, actividades todas ellas que ordinariamente se garantizan, al menos muchas de ellas, a través de la técnica de la intervención pública. Una intervención que, incluso en tiempos de emergencia sanitaria, debe ser respetuosa con la protección, defensa y promoción de los derechos fundamentales del ser humano.

Tanta intervención como sea imprescindible y tanta libertad solidaria como sea posible es una famosa máxima que se hizo célebre entre los profesores de la Escuela de Friburgo a mediado del siglo pasado. En realidad, el fin del Estado reside en el libre y solidario desarrollo de las personas. Y para ello el Estado ha de asumir este compromiso cuándo las instituciones e iniciativas sociales no sean capaces de ayudar a los individuos a su libre y solidaria realización. En tiempos del COVID 19, el Estado es crucial para atemperar los daños causados por el virus y, sobre todo, para insuflar los medios para que los ciudadanos nos podamos realizar libre y solidariamente. Si el Estado, en estas circunstancias, no sale a rescatar a las personas y a las empresas, entonces no es un Estado de tal nombre. El debate que viene, será el de un mayor o mejor Estado. Ya lo afrontaremos, pero ahora es urgente que el Estado cumpla su función primordial, que no es otra que salvaguardar la vida digna de sus habitantes.

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


La forma en el derecho administrativo

La forma es un elemento de gran relevancia en los actos jurídicos entendidos en sentido amplio. En Derecho Administrativo, es elemento esencial. El Derecho es forma, aunque no sólo. Es forma en la media en que a su través se exteriorizan y explicitan los valores del Estado de Derecho. Es forma, sobre todo, porque toda vida jurídica es formal en la medida en que consiste esencialmente en la exteriorización de la voluntad, y toda vida ritual, la jurídica lo es por excelencia, es solemne porque radica en exteriorizaciones que adoptan una forma plena que expresa por sí misma su contenido según esté prescrito.

La forma tiene tal consideración en el Derecho Administrativo que cuándo no hay forma el acto es inexistente o nulo de pleno derecho: acto administrativo dictado prescindiendo total y absolutamente del procedimiento. En este caso, no hay, no puede haber acto o norma administrativa porque el procedimiento, como más adelante estudiaremos, es requisito de validez.

La forma en el Derecho Administrativo, por exigencias de la publicidad en que nacen, viven y se desarrollan las instituciones de esta rama del Derecho Público, cobra una especial importancia. Por supuesto mayor que en el Derecho Privado tal y como hemos advertido con anterioridad.

Las formas en el Derecho Administrativo, por ejemplo, en el procedimiento administrativo o en la contratación pública, tal y como trataremos más adelante, son imprescindibles para que el acto administrativo, para que el contrato, para que el procedimiento, la subvención, la sanción…tenga efectos jurídicos. La forma es esencial para que la institución del Derecho Administrativo en cuestión tenga plenos efectos y, en ocasiones, cuándo su vicio es grosero y palmario, el negocio jurídico-administrativo será nulo de pleno de Derecho.

En el Derecho Administrativo, que es el Derecho del poder público para la libertad solidaria de las personas, la cláusula del Estado social y democrático de Derecho tiene tal relevancia, que está inscrita en el ADN de todas sus categorías e instituciones. Quiere esto decir, que los valores de este modelo de Estado impregnan el entero sistema del Derecho Administrativo, reclamando que todas sus categorías e instituciones realizan en la cotidianeidad tales valores. La juridicidad, el reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona, la dignidad humana, la solidaridad y la participación, tienen tal calibre jurídico que las diferentes formas que adopta el Derecho Administrativo, actos, normas y contratos, fundamentalmente, deben comunicar a sus destinatarios tales valores.

Por tanto, la forma y la materia en el Derecho Administrativo Constitucional no se entienden separada o aisladamente puesto que la forma sin valores no es forma y la materia sin proyección exterior no es materia. Esta relación, que ya hemos comentado que es propia del Derecho y del conjunto de las Ciencias Sociales, en el Derecho Administrativo de este tiempo se da con una intensidad especial.

No tendría sentido, por tanto, que el positivismo legalista, el formalismo o el normativismo, ahogaran los principios o los valores, como tampoco tendría explicación que el principialismo, esencialismo o sustancialismo, anularan la forma. Se precisa una relación de armonía, de complementariedad sobre la base de que la forma es la principal aliada de los elementos materiales precisamente para que a su través brille con luz propia el Estado de Derecho.

Eso sí, en el Derecho Público la forma tiene, como hemos advertido, una mayor relevancia que en el Derecho Privado, lo que significa que las cuestiones formales son de primer orden en el estudio de todas y cada una de las instituciones del derecho Administrativo.

El artículo 103 de la Constitución, glosado con anterioridad, explica el sentido profundo y real que tienen los principios y los valores en el Derecho Administrativo. Hasta el punto de que, en efecto, el principio de legalidad, trascendiendo una visión meramente positivista, comprende la sujeción completa y total de la Administración, y, por ello, de sus actos, de sus normas y de sus contratos, a la ley y al Derecho. Por una razón bien conocida, bien experimentada cuando se olvida: la Administración pública debe guiar su actuación por el Derecho, por todo el Ordenamiento jurídico, que comprende normas y principios.

La ley de la que trata la Constitución no es otra que la ley justa, que es la única ley posible en un Estado de Derecho. Y si hubiere dudas, que el Tribunal Constitucional sentencie sobre esa adecuación o no de la Ley al Derecho, algo que sin embargo, al no ser un Tribunal de Justicia, sino un órgano político, no siempre se producirá, siendo éste un problema grave del Estado de Derecho que sólo se podrá resolver en el momento en que se garantice que los integrantes del denominado Tribunal Constitucional sean juristas no contaminados por la adscripción partidaria, para lo que habría que modificar el sistema de selección, hoy fuertemente politizado.

En el Derecho Privado, con matices, rige el principio de libertad de formas, mientras que, en el Derecho Administrativo, las formas son obligatorias por obvias razones de seguridad jurídica, por la necesaria publicidad que rodean el despliegue de la actuación de las Administraciones públicas, que se nutre de fondos públicos, y porque la finalidad de servicio objetivo al interés general guía toda su actividad.

La forma en los actos administrativos, en los contratos, en la elaboración de las normas administrativas, como sabemos, reviste una especial relevancia. Y, también, la dimensión material, que se refiere a los valores superiores del Ordenamiento jurídico, que, además, vinculan a su realización a la forma. Forma y valor, valor y forma están indisolublemente unidas. Es más, la forma debe ser, a pesar de los pesares, la expresión de los valores del Estado de Derecho.

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana

 


Principios de ética pública

Los principios éticos para la acción administrativa no deben ser contemplados como restricciones para la actividad pública. Más bien deben ser interpretados como garantías para una mejor gestión pública y como una oportunidad importante para que los ciudadanos sean más conscientes de que la Administración es una función de servicio y que únicamente busca la satisfacción de los intereses colectivos.

En este sentido, los principios de la Ética pública deben ser positivos y capaces de atraer al servicio público a personas con vocación para gestionar lo del común, lo de todos. Han sido muchos los estudiosos que han tratado de sintetizar los principios esenciales de la Ética pública. El repertorio que a continuación reproduzco es uno más de estas listas (en este caso un decálogo), cuyos principios pertenecen al sentido común y traen su causa de las exigencias del servicio público.

En primer lugar, los procesos selectivos para el ingreso en la función pública deben estar anclados en el principio del mérito y la capacidad. Y no sólo el ingreso sino la carrera administrativa.

En segundo lugar, la formación continuada que se debe proporcionar a los funcionarios públicos ha de ir dirigida, entre otras cosas, a transmitir la idea de que el trabajo al servicio del sector público debe realizarse con perfección. Sobre todo, porque se trata de labores realizadas al servicio de la comunidad.

En tercer lugar, la llamada gestión de personal y las relaciones humanas en la Administración pública deben estar presididas por el buen tono y una educación esmerada. El clima y el ambiente laboral han de ser positivos y los funcionarios deben esforzarse por vivir cotidianamente ese espíritu de servicio a la colectividad que justifica la propia existencia de la Administración pública.

En cuarto lugar, la actitud de servicio y de interés hacia lo colectivo debe ser el elemento más importante de esta cultura administrativa. La mentalidad y el talante de servicio, en mi opinión, se encuentran en la raíz de todas las consideraciones sobre la Ética Pública y explica, por si mismo, la importancia del trabajo administrativo.

En quinto lugar, debe destacarse que constituye un importante valor deontológico potenciar el sano orgullo que provoca la identificación del funcionario con los fines del organismo público en el que trabaja. Se trata de la lealtad institucional, que constituye un elemento capital y una obligación central de una gestión pública que aspira al mantenimiento de comportamientos éticos.

En sexto lugar, conviene señalar que la formación en Ética pública debe ser un ingrediente imprescindible en los Planes de Formación para funcionarios públicos. Además, deben buscarse fórmulas educativas que hagan posible que esta disciplina se imparta en los programas docentes previos al acceso a la función pública. Y, por supuesto, debe estar presente en la formación continua del funcionario. En la enseñanza de la Ética Pública debe tenerse presente que los conocimientos teóricos de nada sirven si no calan en la praxis del empleado público. Por eso, Mark LILLA    escribió    no hace mucho tiempo que la vida moral del funcionario es mucho más que enfrentarse con supuestos delicados pues se trata de adquirir un conjunto de hábitos operativos que le caractericen como un auténtico servidor público, como un gestor de intereses colectivos que busca su instauración en la sociedad.

En séptimo lugar, conviene resaltar que el comportamiento ético debe llevar al funcionario público a la búsqueda de las fórmulas más eficientes y económicas para llevar a cabo su tarea.

En octavo lugar, la actuación pública debe estar guiada por los principios de igualdad y no discriminación. Además, la actuación conforme al interés general debe ser lo «normal» sin que sea moral recibir retribuciones distintas a la oficial que se reciben en el organismo en que se trabaja.

En noveno lugar, el funcionario debe actuar siempre como servidor público y no debe transmitir información privilegiada o confidencial. El funcionario, como cualquier otro profesional, debe guardar el silencio de oficio.

En décimo y último lugar, el interés colectivo en el Estado social y democrático de Derecho se encuentra en facilitar a los ciudadanos un conjunto de condiciones que haga posible su perfeccionamiento integral y les permitan un ejercicio efectivo de todos sus derechos fundamentales. Por tanto, los funcionarios deben ser conscientes de esa función promocional de los poderes públicos y actuar en consecuencia.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


La potestad normativa de la Administración

La potestad normativa de la Administración pública es una función normativa secundaria. La primaria está en la Constitución y en las leyes, que por cierto deben estar inspiradas en los valores y principios constitucionales. Las normas administrativas, sólo secundariamente determinan intereses generales concretos porque sólo pueden completar la determinación del legislador. No tienen capacidad de innovar, de crear intereses generales concretos. Si el legislador guarda silencio o no actúa, todo lo más que puede hacer ante esa omisión que puede lesionar derechos e intereses legítimos de personas, es sencillamente y de modo excepcional normar en el marco del interés general primario.

En este sentido, podemos preguntarnos qué pasa cuándo la norma se refiere sin más al interés general como concepto legal o como competencia discrecional. En tantas ocasiones la norma hace referencia a “razones de interés general”, en “función del interés público”, “atendidas circunstancias de interés general”. Expresiones, todas ellas, que parece que permiten a la Administración traspasar sus fronteras naturales y asumir un protagonismo impropio en la materia. Sin embargo, tales términos no quieren decir, ni mucho menos, que la Administración tenga facultades omnímodas para actuar.

En estos casos, la Administración, que dispone de esa habilitación procedente ordinariamente de una norma administrativa, debe actuar en el marco del interés general inscrito tanto en la ley como en el Derecho. En ese contexto puede operar. No puede, es obvio, determinar “ex novo” el interés general. Debe concretar, proyectar el contenido de la ley al caso particular. En todo caso, estando inscrita en la médula del interés general la promoción de la dignidad humana y de los derechos fundamentales, la Administración pública del Estado social y democrático de Derecho debe en su actuación, en virtud también del principio de actuación conforme a la Constitución y a los valores que la caracterizan, estar siempre en disposición de defender, proteger y facilitar el ejercicio de todos los derechos fundamentales de la persona.

La expresión, por ejemplo, “atendidas las razones de interés general” significa que la Administración, así habrá de justificarlo, puede realizar una tarea, si se quiere, de determinación secundaria del interés general al caso concreto.

En el caso de los derechos fundamentales de la persona, que son obviamente interés general amplio, la Administración lo que debe hacer es sencillamente aplicarlos en lo concreto en todas y cada una de sus actuaciones. Es decir, a la hora de actuar la Administración debe plantearse cuál es la mejor forma de defender, proteger y promover los derechos fundamentales en cada caso, y proceder coherentemente.

En materia de actividad administrativa de limitación, antes denominada de policía, la justificación de que la Administración pueda incidir desfavorablemente en la esfera jurídica de los ciudadanos, se refiere, así deberá acreditarse, en que tales decisiones van a posibilitar un mejor, y por más personas, ejercicio de derechos fundamentales, que no es más que el trasunto de la puesta en acto, de la actualización de la dignidad del ser humano. El caso de la reforma agraria, si así se realiza, sirve en este sentido. Como también sirve el caso de la expropiación para la construcción de un colegio o un hospital: en ambos casos se fortalecerá el derecho a la educación o el derecho a la protección de la salud respectivamente.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana