El espacio de centro se sustenta en una concepción del ser humano, de la sociedad y de la democracia, deudora de los ideales ilustrados pero que pretende superar de algún modo las coordenadas del pensamiento de la modernidad, asumiendo sus valores, pero depurándolo de sus contenidos dogmáticos.
No hace mucho, en un coloquio sobre esta cuestión, alguno de los concurrentes expresó la idea de que en realidad no hay partidos de centro si no hombres y mujeres de centro. Ciertamente esta idea se encuentra cargada de sugestiones, pero no la comparto definitivamente. Sin embargo, creo que en ella se aprecia una intuición acertada del sentido del centro al que me refiero. Porque efectivamente las políticas de centro que aquí propugno, tienen –o pretenden tener- una base conceptual, un fundamento antropológico. Los sujetos últimos de la vida política son los hombres y mujeres singulares. Son sujetos últimos activos porque es su compromiso o su indiferencia, su capacidad o sus carencias, quienes en definitiva –con todas las matizaciones que se quieran- conformarán el ser de la sociedad, sus estructuras, sus lastres, su dinamismo… Pero también son sujetos últimos pasivos –si se puede hablar así- porque serán esos mismos hombres quienes padezcan o disfruten el resultado de las acciones de los demás conciudadanos, entre los que ellos mismos se cuentan. Por eso me parece que una de las expresiones que mejor definen las políticas de centro, es la que afirma que el centro es o está en la persona. A mí me trae –con todas las matizaciones a las que haya lugar- resonancias de aquella expresión de Kant, el teórico de la Ilustración, cuando decía que nunca nuestras acciones han de tomar al hombre como medio, sino siempre como fin. Y ahí está la clave de estas políticas.
En efecto, es el individuo el sujeto de la política. Pero no el individuo del liberalismo doctrinario, entendido como un sujeto humano completo plenamente libre, autónomo e independiente, sino como un individuo que se humaniza progresivamente a lo largo de su existencia con su compromiso libre a favor de sí mismo –de su libertad y de sus capacidades- y a favor de sus convecinos y conciudadanos. De ahí que los objetivos últimos de la acción política sean la libertad y la participación, protección, la defensa y la promoción de la libertad solidaria.
Comprometerse en una política así concebida obliga a poner en ejercicio lo mejor de nuestra humanidad, hacernos humanos en el sentido más amplio de esta expresión, aspirando, de acuerdo con la pretensión socrática, a aquel conocimiento, a aquella acción, a aquella política, que son propias -las apropiadas- del ser humano. Casi nada.
Jaime Rodríguez-Arana
Catedrático de
Derecho Administrativo