De un tiempo a esta parte el principio de precaución ha irrumpido con inusitada fuerza a la hora de gestionar y administrar algunas crisis sanitarias, ambientales o agrarias. Ante la aparición de un problema de graves consecuencias, sean aparentes o reales, se toman  medidas dirigidas a paliar, a como de lugar, los efectos previstos. En realidad, la aplicación desmesurada o desproporcionada del principio de precaución está ocasionando graves daños. El caso de la gripe A así lo demuestra paladinamente. La crisis de los pepinos españoles, luego absueltos de toda relación de causalidad con los daños ocasionados por la variedad de E coli en Alemania no hace mucho, invita a pensar que una aplicación súbita y repentina del principio de precaución se nos antoja como expresión de irracionalidad, de mal gobierno, de mala administración. Veamos.
 
La ausencia de una verdadera Administración científica que pueda analizar rigurosamente, en el caso de una crisis alimentaria o de salud pública, la situación poniendo a disposición de quienes toman las decisiones estudios acreditados sobre las causas del problema y las posibles soluciones es, desde luego, un factor que explica la falta de racionalidad de las respuestas. Por otra parte, existe un temor reverencial, miedo infantil, a no poder colocar la pelota en tejado ajeno, a no poder  colgar el mochuelo a quien sea. Por eso se culpó a los pepinos españoles, por eso, y también por algo más, se compraron cantidades astronómicas de medicamentos para combatir la gripe A.
 
Necesitamos en la Administración pública centros y unidades de investigación de excelencia, sobre todo en materia marítima, agraria o sanitaria, que ayuden a la toma de decisiones por parte de las autoridades, especialmente en situaciones críticas. Para eso se podrían aprovechar mejor los departamentos de la Universidad o del Centro Superior de Investigaciones Científicas en lugar de crear nuevos centros de investigación. Con la cantidad de científicos de relieve que hay en España en estas áreas se podría disponer de una Administración científica de envergadura que ayude a que la toma de decisiones en situaciones de crisis sea más racional.
 
Además, precisamos de dirigentes que sepan hacer pedagogía política, que sepan exponer con razones y seriedad los pros y los contras de las  medidas que se proponen para resolver las crisis que han de gestionar. No vale disparar a todo lo que se mueve y echar las culpas al primero que pasa por allí. Es menester que quienes asumen responsabilidades públicas, o privadas, se acostumbren a analizar distintas opciones y, a comunicar a la opinión pública, con argumentos, sus decisiones. La actual ausencia de argumentación y explicación a  la sociedad de las decisiones que se adoptan es causa, entre otras, de la opinión de los ciudadanos acerca de los políticos.
 
Las recetas de antaño ya no sirven. Tenemos que liberarnos de muchos prejuicios y estereotipos que todavía atenazan, y de qué forma, a tantos responsables públicos y pricados. Si somos capaces de comprender que las soluciones están en la propia realidad y que lo que hay que hacer es acercarse a ella sin miedo, habremos dado un paso de gigante. Necesitamos Administraciones científicas que suministren con rigor argumentaciones técnicas que sirvan de base para la toma de decisiones. Y, sobre todo, necesitamos dirigentes a la altura del tiempo en el que estamos. Dirigentes comprometidos con la mejora de la realidad y con la mejora permanente y continua de las condiciones de vida de la población. Casi nada.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es