En estos días se ha publicado un sondeo acerca de la corrupción en España en un diario de tirada nacional. De nuevo, la corrupción se sitúa, junto a los políticos, como uno de los principales problemas que perciben los españoles. No hace mucho, una encuesta de EUROESTAT confirmaba que los ciudadanos europeos están muy preocupados por los derroteros que está tomando esta grave lacra social acerca de la percepción de la corrupción por los ciudadanos europeos.
De estas dos encuestas se infiere sin demasiada dificultad que la corrupción sigue campando a sus anchas. Es más, en buena medida está entre las causas más reales de la crisis que padecemos. Sea en forma de sobornos, cohechos, estafas, fraudes o prevaricaciones, parece que las alianzas oscuras que en ocasiones ligan a los poderes políticos y a los poderes económicos y financieros, no rara vez amparados por determinados medios de comunicación, han dado lugar a un tenebroso mundo de opacidad y confusión en el que ha crecido, a veces hasta límites insospechados, las más variadas especies de la corrupción. Es evidente que los controles han fracasado. Tantas veces porque se confían, de una u otra manera, a subordinados o domésticos que no pueden realizar con independencia su tarea. Por otra parte, la inmensa cantidad de subvenciones, auxilios y ayudas públicas, sin un adecuado servicio de control de eficiencia, y de seguimiento, facilitan un clima de fraude que se produce en no pocos casos.
La lucha contra la corrupción es permanente. Nunca se podrá extirpar del todo porque la condición humana es la que es y no parece que vaya a cambiar radicalmente. Los sistemas de control, previos, durante y a posteriori, son ciertamente importantes si están en manos de personas independientes de verdad, algo casi imposible pues los partidos no parecen estar por la labor de despolitizar en serio esta cuestión.
En realidad, el problema de la corrupción es de orden cultural, de naturaleza moral. Si los niños de pequeños perciben que lo importante es obtener buenas notas a como de lugar, se formando una idea del bien y del mal en clave maquiavélica. Si resulta que en casa observa comportamientos desleales, carentes de la más elemental sobriedad, es lógico que los emulen de alguna manera. Si los padres no reparan en regalar a los hijos toda suerte de objetos y bienes materiales, de una u otra manera se está construyendo esa dependencia que más adelante evitará que puedan ser hombres y mujeres de criterio capaces de asumir compromisos sociales. Si en la escuela los profesores, además de la transmisión más rigurosa y objetiva posible de los conocimientos, no captan la relevancia de fomentar los hábitos cívicos y morales más acordes con la libertad solidaria de sus alumnos, es probable que crezcan sin el temple ético preciso para asumir las más importantes de las cualidades democráticas. Si no son capaces de distinguir la bondad o maldad de ciertas conductas y los medios de comunicación presentan como exitosos comportamientos deleznables o abyectos, entonces la lucha contra la corrupción será difícil, muy difícil.
Tengo mis dudas de que realmente exista una voluntad firme y radical de ir al fondo del problema. Todo lo más, de lo que se trata es de evitar que ciertas conductas puedan, como mucho, enturbiar las “inmaculadas” hojas de servicios de los miembros de la tecnoestructura. Sin embargo, si de verdad quisiéramos plantear una lucha eficaz contra la corrupción, además de simplificar la maraña de controles para hacerlos más sencillos y dotarlos de la necesaria independencia, habría que empezar a trabajar en serio sobre los pilares del nuevo orden económico, político y social que precisamos. Pero ese es otro cantar del que poco o nada quieren oír quienes, y de qué manera, se benefician de la falta de temperatura crítica que habita en nuestra sociedad. Por ahí habría que empezar.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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