Los datos de la deuda pública española son ciertamente alucinantes. El reino de España tiene una deuda pública que hasta agosto de 2013 alcanza ya el 92% del PIB. Se mire como se mire es una cifra que refleja a las claras el sentido de responsabilidad de tantos dirigentes de la cosa pública que en los niveles nacional, autonómico y local, han destacado precisamente por una manirrota capacidad de gestión o administración.
4.000 municipios, según parece, no son viables económicamente, la mitad casi de los entes locales de toda España. Por eso ya se inician, aunque tímidamente, procesos de fusiones municipales. Es menester suprimir una parte muy relevante de las 4.000 empresas, sociedades y fundaciones públicas que inundan la geografía española. Existen todavía una infinidad de estructuras e instituciones públicas innecesarias que se crearon únicamente para loa y alabanza de los nuevos señores de las Autonomías, muchos de ellos más pendientes de conformar pequeños Estados que de resolver los problemas colectivos de sus ciudadanos.
La deuda pública es de tal calibre que la farmacopea necesaria implica una honda y profunda transformación. Con parches o medidas puntuales no se arreglará el problema. La tipificación de conductas de negligencia o irresponsabilidad en el manejo de los fondos son necesarias pero no suficientes. Es necesario trabajar sobre los fundamentos del modelo y actuar sobre las bases culturales de la democracia para apuntalarla de verdad. Mientras sigamos inmersos en un mundo en el que el ansia de poder o de dinero sean los motores de la vida de no pocas personas, estas conductas seguirán en el candelero.
Es menester proceder, de forma consensuada, como hicieron los alemanes, una reforma de la Constitución para, tras más de 30 años de andadura, actualizar el modelo autonómico, un gran alumbramiento de los constituyentes de 1978, a la realidad. Es posible delimitar con más precisión las competencias de los Entes territoriales, es recomendable dar una mejor regulación al principio de cooperación. Y sobre todo, es posible una nueva forma de entender el ejercicio de la política que piense más en los ciudadanos y menos en el mantenimiento y conservación del poder a como dé lugar.
En este contexto, sobran muchos cargos públicos, las familias y pequeñas y medianas empresas precisan de créditos para salir adelante, otro modelo educativo es posible. En fin, que hacen falta muchas reformas, pero reformas a fondo de verdad, no reformas para que todo siga igual. Reformas para que esa tecnoestructura que gira en torno a los banqueros, a los dirigentes políticos y a los medios de comunicación se convierta a la democracia y asuman, que difícil debe ser, que el gobierno sea el del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no el de esa minoría que gobierna para sí misma usando al pueblo para mantener, o acrecentar, su egregio dominio. Esa es la cuestión. Una cuestión de siempre que hoy necesita plantearse seriamente si es que queremos que las cosas cambien de verdad, no en apariencia, no vaya a ser que nos quedemos en reformarlo todo para que, al final, todo siga igual.
Sin embargo, los gastos públicos siguen creciendo y los ingresos menguando. Si esto es así, como parece, la pregunta que surge, inevitable es: ¿qué reforma del sector público es la que se está aplicando?.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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