Las relaciones entre la política y la familia son tan antiguas como la existencia misma del poder y del gobierno de los pueblos. En el senado romano, en los palacios de los reyes y monarcas de la Edad media, en el Estado absoluto, en la democracia, en todos los regímenes políticos se aprecia una notable, a veces sobresaliente tendencia, a aupar a posiciones de mando a hermanos, primos, cuñados, cónyuges, parejas sentimentales…No es nuevo, ni mucho menos, la llegada a los puestos de privilegio de familiares de quienes gobiernan. A todos afecta y todos, de una u otra manera, en uno u otros sentido, caen en la misma piedra, unas veces con más frecuencia otras con menos.
Si observamos este fenómeno con una cierta perspectiva crítica, podremos concluir que la explicación de estas situaciones se debe en buena medida a que sobre el poder sigue prevaleciendo una vieja convicción. Una vieja convicción que está íntimamente enraizada en las versiones más genuinas del Antiguo Régimen. Es decir, el poder, el mando, el gobierno es, a partir de estas doctrinas, una forma de dominación, una manera de representar la fuerza sobre el común de los mortales. El poder se erige, para quienes así piensan, y actúan, en un ámbito de prerrogativas y privilegios de los que se puede gozar y disfrutar sin cuento y, por cierto, confiar a allegados, afines, adeptos y, como no, familiares.
El poder, sin embargo, bien sabemos que es un espacio para atender los asuntos del interés general de forma razonable y mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos. El poder no es una oportunidad magnífica para mejorar las condiciones de vida de quienes lo ejercen y de sus familiares. Más bien, al contrario, se trata de trabajar, a veces de sol a sol, para que los ciudadanos, especialmente en una época de crisis, puedan mejorar sus condiciones de vida hoy muy mermadas.
Cuándo el poder se usa, además de para el medro personal, para colocar a la familia en lugares de privilegio estamos regresando, así de claro, al Antiguo Régimen. A esa etapa de la historia en la que el mando sólo se concebía para la exhibición y ejercicio de la dominación. El poder en las democracias, tiene otro sentido porque es una forma de servir a los conciudadanos, no de servirse de ellos para fines inconfesables. El poder, ms que una suerte de privilegios y prebendas, es una carga, a veces muy pesada, que sólo algunos ciudadanos que asumen un compromiso radical con la mejora de las condiciones de vida de las personas son capaces de asumir. Este planteamiento, que algunos parece música celestial o cantos de sirena, es el que se debe proponer a los nuevos políticos, a los nuevos dirigentes de la cosa pública. Si, por el contrario, lo que observan, y aprenden, es la astucia para quedar siempre arriba, para controlar los resortes del partido a través de toda clase de lindezas, mala cosa, muy mala cosa.
En fin, los episodios de estos días referentes al advenimiento de no pocos familiares a la dirección y rectoría de empresas y fundaciones públicas representan, de una u otra manera, una forma de entender la política. Una manera de entender la política que, es trise reconocerlo, lleva instalada en la política española demasiado tiempo. Probablemente porque los partidos precisen abrir las ventanas, desmantelar oligarquías, convocar a personas dispuestas a asumir como cargas los cargos públicos.
En fin, una pregunta para terminar el artículo de hoy: ¿por qué normalmente para alcanzar un cargo público hay que hacer lo que hay que hacer cuándo lo ordinario debería ser buscar a las personas más preparadas y con una elevada vocación de servicio a la comunidad?. Por una razón bien evidente: en el reino de la política, al menos de la política de este tiempo, lo más importante es saber doblar el espinazo, a veces hasta tocar el suelo. Porque el que se mueve, el que tiene ideas, el que sale del carril, es peligroso y pone en peligro el sistema.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es