En el espacio de la deliberación pública, en el horizonte de la aplicación y análisis de las políticas públicas, es lógico y natural que se busque siempre como metodología de la acción política la participación de los sectores implicados y, si es posible, el acuerdo, el consenso o  el entendimiento para solucionar los problemas reales que afectan al pueblo, a las personas, especialmente a los colectivos más débiles e indefensos. Es decir, el acuerdo, el pacto, el consenso o la negociación,  son mecanismos, instrumentos, que permiten ordinariamente la aportación de la vitalidad y del realismo que late en la cotidianeidad, en la vida de las personas, a las estrategias de solución de los problemas, impidiendo tantas veces la artificialidad o el anquilosamiento tecnocrático del ambiente de unilateralidad presente en las fórmulas autoritarias de entender el poder, por cierto hoy bien presentes entre nosotros.
 
Que el acuerdo, el pacto o la negociación sean técnicas adecuadas para la resolución de problemas colectivos en las democracias no quiere decir, ni mucho menos, como algunos parecen entender, que, en efecto, se conviertan en fines en si mismos. Es decir, el acuerdo, el pacto o la negociación existen y están para que, a su través, se mejoren constantemente las condiciones de vida de la gente, que es la expresión abierta y plural de lo que cabe entender por interés general en un Estado democrático como el nuestro. Cuándo, sin embargo, se empuña la negociación o el acuerdo, fuera de su naturaleza finalista, para asestar golpes al adversario,  para anularlo o enviarlo al mundo de lo simbólico, entonces el acuerdo se desnaturaliza y pierde inmediatamente la fuerza ética de la que está revestido, que reside en colocar el  entendimiento al servicio de la mejora de las condiciones de vida del pueblo, al servicio de la dignidad del ser humano y de sus derechos fundamentales.
 
Y, cuándo en aras de un acuerdo imposible, porque afecta al nervio del Estado de Derecho, como es la cuestión del derecho a la vida de los concebidos y la protección de las mujeres embarazadas, se renuncia a los principios para adentrarse en el reino del oportunismo, entonces la centralidad de los derechos fundamentales brilla por su ausencia. En su lugar, se ubica al consenso como gran fin de la democracia y de él se harán depender los derechos que asisten a las personas. La historia nos demuestra lo que pasa cuándo presuntas mayorías están de “acuerdo” con determinados atentados a la dignidad del ser humano.
 
Por otra parte, siendo el objeto del acuerdo o la negociación un asunto en principio abierto, hoy es menester recordar, aunque parezca innecesario, que el acuerdo, el pacto o la negociación han de estar al servicio y en función de la dignidad del ser humano y de sus derechos fundamentales. Por eso, por una razón esencialmente moral, el mantenimiento del aborto como derecho es profunda y radicalmente inmoral. Primero porque el Estado debe promover la vida, la cultura de la vida y, para ello, ayudar socialmente y económicamente, hasta donde sea necesario, a toda mujer que quiera ser madre. Y, segundo, y no menos importante, porque es la dignidad del ser humano, especialmente la del que es más débil, del más inerme, el fundamento del acuerdo o del consenso. No al revés pues la dignidad humana no depende de mayorías por muy amplias que puedan ser. Las amargas experiencias del pasado que están en la mente de todos eximen, supongo, de mayores comentarios. Hay asuntos que están al margen de las mayorías, porque son  la esencia del Estado y de la Política y si jugamos con ellos, el sistema pierde su sentido y su fundamento.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.