Uno de los rasgos más importantes de la cultura actual es, sin duda, la superación del pensamiento único, bipolar, geométrico, ideológico, estático y cerrado que caracterizó buena parte del siglo pasado. Ahora, las exigencias del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario y del  respeto a la dignidad del ser humano y a sus derechos fundamentales nos invitan a replantear sin miedo los fundamentos del nuevo orden social, político y económico que se está alumbrando en este tiempo.
 
En este ambiente, la convivencia entre culturas y religiones va a ser una característica  básica del tiempo en que nos toca vivir. Todos podemos aprender de todos y en todas partes hay cosas buenas. Eso sí, siempre que se respete la dignidad del ser humano y sus derechos fundamentales, que se erigen como el límite infranqueable que diferencia los planteamientos humanos de los inhumanos.
 
Hoy, es lógico, se impone la compatibilidad del respeto a la identidad religiosa de los inmigrantes con los sentimientos de la mayoría de la población siempre que se respeten los mínimos de un sistema basado en la dignidad humana y en los derechos fundamentales de la persona. Sin embargo, en no pocos casos se están difuminando las fronteras entre la tolerancia y la renuncia a la propia identidad. Es el caso del director de un colegio trasalpino   que ante el comienzo del Ramadán dio a todos los alumnos un día de vacaciones. Los padres, como suele ocurrir, acertaron: propusieron que en lugar del día de asueto se podía haber aprovechado ese tiempo para explicar el significado del Ramadán porque concediendo vacaciones indiscriminadamente solo se consigue confundir al 90% de los alumnos, que acaban dando a todo el mismo valor. ¿Es convivir renunciar a lo propio? ¿Puede la convivencia entre culturas y religiones llevar a la negación de la propia identidad? Parece claro que no. Y, si no, que les pregunten a algunos musulmanes cómo entienden la libertad religiosa y la separación entre poder civil y poder espiritual.
 
Periódicamente, en este tiempo de forma intensa, se plantea el clásico problema de la neutralidad del Estado hacia cualquier opción religiosa y, por ello, la renuncia a los símbolos religiosos. Un argumento razonable sobre la presencia pública de símbolos cristianos fue  expuesto por Natalia Ginzburg, escritora hebrea, hace algunos, pocos años, en estos términos: “para los católicos, Jesucristo es el Hijo de Dios. Para los no católicos puede ser simplemente la imagen de uno que ha sido vendido, traicionado, martirizado y muerto en la cruz por amor de Dios y del prójimo. El ateo prescinde de la idea de Dios, pero conserva la del prójimo. Se dirá que muchos han sido vendidos, traicionados y martirizados por su fe, por el prójimo, por las generaciones futuras, y de ellos no hay señal en los muros de las escuelas. Es verdad, pero el crucifijo representa a todos, porque antes de Cristo nadie había dicho que todos los nombres son iguales, hermanos, todos, ricos y pobres, creyentes y no creyentes, hebreos y no hebreos, negros y blancos”.
 
Convivencia, sí, pero sin renunciar a la propia identidad.
 
 
 
 

Jaime Rodríguez-Arana

Catedrático de Derecho Administraitvo