“La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por jueces y magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles y sometidos únicamente al imperio de la ley”. Así reza el artículo 117 de nuestra Constitución. Precepto que es la consecuencia del principio de la soberanía nacional, artículo 1.2 de la Carta Magna, origen y fundamento de todos los poderes del Estado, entre ellos lógicamente el poder judicial, poder destinado, según el artículo 118 de nuestra Constitución, a juzgar y hacer ejecutar lo juzgado.
El titular del poder judicial, como el del ejecutivo o el del legislativo, es el pueblo. El pueblo lo confía a los jueces y magistrados, que se encargan de realizar el poder judicial en nombre del Rey bajo el dogma de la soberanía nacional. Por tanto, los jueces y magistrados no son los titulares de ese poder. Este principio, esencial en la democracia y en el Estado de Derecho, se ha ido diluyendo poco a poco entre nosotros de la mano del proceso de progresiva politización a que se ha sometido al poder judicial, especialmente en lo que se refiere a los nombramientos de las más altas magistraturas de la justicia española.
En otras palabras, la independencia se ha ido difuminando del horizonte de los principales órganos colegiados de la Administración de Justicia al calor del poder político. En efecto, el poder de los partidos, auténticos conformadores de los poderes del Estado, se ha ido enseñoreando de los principales resortes del poder judicial. Las consecuencias de este proceso están a la vista de todos y se producen, con demasiada frecuencia, con las posiciones de sus señorías que coinciden, a veces a pies juntillas, con las expresiones vertidas, en multitud de polémicas y controversias, por los dirigentes de los partidos políticos.
¿Es posible que el verdadero titular del poder judicial, el pueblo soberano, se lleve las manos a la cabeza, al comprobar de qué manera se administra justicia en España?. ¿Por qué los ciudadanos, los verdaderos dueños del poder judicial, no reclaman que este poder del Estado también justifique y motive sus actuaciones más allá de la más que esperable alta argumentación que deben expresar las resoluciones de los jueces y tribunales?
Estas y otras preguntas por el estilo se contestan reconociendo que la invasión del poder judicial por el poder político está produciendo, no sólo desconcierto en el pueblo, sino una profunda decepción con el sistema político.
En Alemania, que tienen un sistema político semejante al nuestro, las principales sentencias del Tribunal Constitucional de Kalsrue, así lo ha puesto de manifiesto la doctrina científica reiteradamente, gozan normalmente del beneplácito popular. Por una poderosa razón: aunque las fuerzas políticas participan en el nombramiento de sus magistrados, los principales partidos y sus representantes tienen la firme convicción de que el poder judicial es y emana del pueblo. Por ello proponen en las altas Cortes jurisdiccionales a juristas independientes, hombres y mujeres que saben, cuándo alcanzan esta alta magistratura, que su única obediencia es a la Ley y al Derecho.
Por estos pagos, los partidos, en su deseo de control y dominación general, no dejan resquicio alguno fuera de su influencia. Y, en el caso del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional desde hace tiempo atrás, buscan dependientes, hombres y mujeres que aseguren que el sentido de sus votos y resoluciones se alinee en todo momento con el criterio de quien les propone. Qué necesidad tenemos de una nueva reforma del poder judicial. Pero de una reforma que garantice la independencia real de la muy noble función de dar a cada uno lo suyo, lo que se merece, lo que le corresponde. No lo que es conveniente, lo que es justo.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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