La corrupción es el obstáculo más relevante para el desarrollo económico y social en el mudo. Esta afirmación tan redonda acaba de ser realizada en una reciente reunión internacional de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito celebrada en Panamá semanas atrás. Se trata de un comentario que a estas alturas a nadie en su sano juicio sorprende pues la percepción que existe sobre las prácticas corruptas en todo el mundo es la que todos conocemos.
A pesar de que el tiempo pasa y según nos dicen se afinan los instrumentos nacionales e internacionales contra la corrupción, probablemente esta lacra se extiende cada vez más. Por un lado, a causa de los bajos niveles éticos y morales que dominan la escena financiera y política a nivel global y, por otro, porque la ausencia de autonomía e independencia de los poderes judiciales es en muchas partes del mundo una lamentable realidad. Si los controles del poder financiero y del poder económico son dependientes, dóciles, sumisos a quienes deben ser fiscalizados, poco o nada se puede hacer.
La Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito señala que cada año los países en desarrollo pierden entre 20.000 y 40.000 millones de dólares a causa de la corrupción y el soborno como consecuencia de gobiernos débiles que a su vez fomentan y estimulan las redes de corrupción.
En el mundo desarrollado no es que no exista la corrupción, es que es más sibilina y sofisticada. Ya hemos visto cómo han actuado los órganos de control, vigilancia, supervisión y auditoria durante los años de la crisis. Es más, todavía a estas alturas, a pesar de lo que ha pasado, siguen existiendo instituciones que realizan relevantes tareas de interés general, como las agencias de rating, que siguen en manos privadas funcionando con procedimientos opacos y adoptando decisiones irresistibles e irrecurribles. Por otra parte, las llamadas Administraciones neutrales o independientes siguen sin serlo de verdad y las autoridades de control interno en todas las áreas son nombradas por los ministros del ramo.
Sabemos que la erradicación de la corrupción es uno de los objetivos del milenio establecidos por Naciones Unidas y una de las condiciones para el desarrollo sostenible. Sin embargo, para combatir esta terrible lacra no son suficientes las leyes que con tanta facilidad como inoperancia se dictan tantas veces sin ni son. La clave, más bien, está en la calidad de la educación cívica y en la promoción de los valores desde las instituciones, sean públicas o privadas.
En esta cumbre de panamá se ha reiterado algo tan manido como incumplido: la prevención y la lucha contra la corrupción requieren de un enfoque global solo posible en un clima de transparencia, responsabilidad y participación de todos los miembros de la sociedad. Claro que es fundamental la transparencia, pero no como característica o propiedad abstracta, sino como compromiso concreto que permita de verdad a los ciudadanos ver y conocer el interior de las instituciones que se financian con fondos públicos. La responsabilidad es capital, pero con sistemas objetivos en los que lo importante es la reparación a un patrimonio particular que no está obligado a soportar un daño, la noción de rendición de cuentas concreta por parte de quien ocasiona la lesión a los bienes o derechos de las personas, se diluye en el anonimato general de lo público. Y la participación, con los actuales procedimientos de control y manipulación social que tanto gustan, y practican las tecnoestructuras dominantes, acaba siendo un sueño imposible, o, por el contrario, un riesgo de incalculables consecuencias. ¿O no?.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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