Estos días se ha conocido una encuesta acerca de la corrupción política. El 95% de los encuestados entiende que los partidos amparan y protegen a los políticos acusados de corrupción. Es, desde luego, una opinión que refleja lo que en el fondo piensa la ciudadanía acerca del papel y funcionalidad de las formaciones partidarias en la actualidad.
 
La democracia se ha definido de diferentes formas. Una de las más utilizadas entiende por tal sistema político el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Es  gobierno del pueblo porque quienes ganan las elecciones han de dirigir la cosa pública con el pensamiento y la mirada puesta en el conjunto de la población, no en una parte o en una fracción de los habitantes por importante que esta sea. Es gobierno para el pueblo porque la acción política por excelencia de los gobiernos democráticos ha de estar situada en el interés general; esto es, en la mejora continua e integral de las condiciones de vida de los ciudadanos, con especial referencia a los más desfavorecidos. Y es gobierno por el pueblo porque la acción política se realiza a favor del pueblo, no en beneficio de cúpula que en cada momento está al mando.
 
En este contexto, los partidos debieran buscar el poder para gobernar de acuerdo con el conjunto de ideas que representan  porque están convencidos de que son las mejores para el progreso de la sociedad y para un mejor ejercicio de las libertades por los ciudadanos. Los partidos, como cualquier organización, por el hecho de constituirse, adquieren el compromiso de luchar por la consecución de sus fines propios. Esta aspiración es bidireccional,  porque la sustenta en primer lugar quien participa del trabajo, y después, los destinatarios naturales de la actividad que se realiza. Así, ante el posible éxito de una iniciativa, habrá que considerar que los primeros beneficiarios sean sus propios autores, aquellos que supieron concretar una idea, un proyecto, una estrategia que se traduce en un resultado puesto al servicio de la sociedad en su conjunto, que también se reconoce mejorada por esa iniciativa, por ese servicio.
 
De este esquema pueden extraerse las consecuencias que se derivan cuándo la finalidad de la actividad no reside en el servicio o en los bienes que se ofrecen, sino que se instala en el bien de la propia organización y de sus dirigentes o colaboradores. Según parece, es lo que piensa la mayoría de los encuestados pues detrás de la consulta se encuentra la convicción de que los partidos se olvidan de su función primigenia y se escoran a la burocracia. La propia estructura se convierte en el fin y los aparatos se convierten en los dueños y señores de los procesos, hasta el punto de que todo, absolutamente todo, ha de pasar por ellos instaurándose un sistema de control e intervención que ahoga las iniciativas y termina por laminar a quienes las plantean.
 
En estos casos, nos encontramos ante partidos cerrados a la realidad, a la vida, prisioneros de las ambiciones de poder de un conjunto de dirigentes que han decidido anteponer al bienestar general del pueblo su bienestar propio. Se pierde la conexión con la sociedad y, en última instancia, cuándo no hay un proyecto que ofrecer a la ciudadanía más que la propia permanencia, el centro de interés se situará en lo que denomino control-dominio que, además de ser la garantía de supervivencia de quienes así conciben la vida partidaria, constituye una de las formas menos democráticas de ejercicio político. La autoridad moral se derrumba, la gente termina por desconectar de los políticos, se pierde la iniciativa, el proyecto se vacía y la organización ordinariamente se vuelve autista, sin capacidad para discernir las necesidades y preocupaciones colectivas de la gente, sin capacidad para detectar los intereses del pueblo.
 
Por el contrario, una organización pegada a la realidad, que atiende preferente y eficazmente a los bienes que la sociedad demanda y que permitirá probablemente hacerla mejor, es capaz de aglutinar las voluntades y de concitar las energías de la propia sociedad. Estos partidos, así configurados y dirigidos, atienden a los ámbitos de convivencia y colaboración y escuchan sinceramente las propuestas y aspiraciones colectivas convirtiéndose en centro de las aspiraciones de una mayoría social y en perseguidora incansable del bien de todos.
 
Si los partidos quieren que la gente preste más atención a los asuntos públicos, han de abandonar la perspectiva tecnocrática, hoy mayoritaria. Han de bajar al ruedo, a la calle, a hablar realmente con la gente, a escuchar al pueblo y, sobre todo, a recuperar la dimensión humana en la solución de los problemas. Sobre todo en un mundo en el que las ideologías cerradas han fracasado y en el que es menester colocar, con todas sus consecuencias, la dignidad del ser humano y sus derechos fundamentales como piedra angular del orden social, político y económico. Los partidos, que son tan importantes en la vida democrática, si quieren colaborar a esta tarea, han de hablar entre ellos para acordar reformas imprescindibles al día de hoy. Reformas urgentes como las listas abiertas, la participación real de la militancia, en una palabra: dar contenido al conocido mandato constitucional de la democracia interna. De lo contrario, seguirán siendo contemplados por la ciudadanía como lo que realmente son en este momento.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo