Estos días se ha publicado una nueva encuesta acerca de la crisis y la opinión de los ciudadanos en relación con aspectos centrales de la vida pública. Me refiero a un sondeo en el que se preguntaba a los españoles acerca del comportamiento de las instituciones y de los responsables públicos en estos momentos de zozobra y de grandes dificultades económicas para la mayoría de la población. Los resultados del sondeo no constituyen, de ninguna manera, sorpresa alguna. Seguramente van en la misma línea de lo que los lectores de este artículo intuyen.
Efectivamente, el 62% de los encuestados opina que las principales instituciones del país no están a la altura de las circunstancias, el 79% señala que los políticos dejan mucho que desear, el 73% no se siente protegido por las instituciones y, por si fuera poco, el 69 % afirma que el poder judicial funciona mal o muy mal.
Es decir, las instituciones no están cumpliendo el papel que tienen asignado probablemente por que quienes las representan no son capaces de imprimir el ritmo que necesitan en una situación de crisis general como la que estamos sufriendo. Ni el parlamento, ni el gobierno, ni el poder judicial, podemos colegir de lo que opinan los ciudadanos, son capaces de tomar medidas que mejoren las condiciones de vida de los habitantes. Un porcentaje muy alto entiende, además, que no se siente amparado o protegido por las instituciones. Este dato es también inquietante porque si para algo existen y están las instituciones públicas es para atender de la mejor forma posible el interés general. Un interés general que hoy, en plena crisis, reside precisamente en la atención continua y permanente a los más desfavorecidos, a los que menos tienen, a los más débiles. Son ellos, sorprendentemente, a quienes más se está castigando porque son ellos quienes peor pueden resistir los embates de toda una serie de recortes y restricciones que, más o menos, todos estamos padeciendo.
En este contexto, los políticos son quienes salen peor parados. Es lógico porque, además de constituir un número excesivamente elevado en nuestro país, han visto mermadas sus condiciones laborales de forma simbólica. Las subvenciones a los partidos apenas se han reducido. Porcentualmente, la bajada de sus retribuciones ha sido testimonial y conservan casi todas las prebendas y privilegios de antaño. Permanecen todavía demasiadas estructuras públicas innecesarias atendidas por miles y miles de personas que solo responden tantas veces a intereses inconfesables. Mientras que las estructuras políticas sean más protegidas  que las condiciones de vida de los ciudadanos, tal y como acontece en este tiempo entre nosotros, las cosas seguirán mal, muy mal para la mayoría de los mileuristas que ya mayoritariamente pueblan el mercado laboral.
Entre las instituciones, el descrédito empaña de una manera muy grave al poder judicial. En concreto, el 69% de los consultados en esta encuesta publicada por el diario El País domingos atrás, es de la opinión de que la administración de justicia  funcional mal o muy mal. Es verdad que el  llamado caso Dívar y las escandalosas cantidades de dinero dedicadas a viajes y a protocolo por los miembros del consejo del poder judicial explican en parte lo abultado de la opinión negativa. Sin embargo, una sombra de sospecha pulula sobre ciertas resoluciones de nuestros más altos tribunales, justo los que son compuestos con criterios de naturaleza política.
En fin, de la indignación inicial parece que estamos pasando al desamparo y, lo que es peor, a la indolencia. Si la fe de los ciudadanos en  las instituciones empieza a flaquear de forma creciente en no mucho tiempo podemos asistir a situaciones inéditas. La democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Por eso, la publicación de sondeos como el que preside el artículo de hoy debe ser un estímulo para que el pueblo despierte, para que sea más consciente del papel central que juega en el sistema político, para que sea más exigente con las instituciones y sus responsables. Si cada uno de nosotros, ante la que está cayendo, nos sumimos en ese pesimismo estéril, en ese sueño irresponsable, inducido por la tecnoestructura dominante, seguiremos cediendo espacio a este perfil de político y de dirigente que a día de hoy no tiene empacho en afirmar que no nos preocupemos que ellos saben lo que hay que hacer y que ellos son los expertos del interés general. Menuda farsa.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es