La crisis financiera en la que el mundo está sumido en este tiempo proviene probablemente de que la libertad económica, esencial en un Estado social y democrático  de Derecho, se ha interpretado y practicado, también desde las instancias reguladoras, a partir de una dimensión orientada al lucro como única razón de ser del sistema de mercado.

 
En efecto, una concepción puramente individualista de la libertad, que suele acompañar algunas posiciones liberales doctrinarias extremas, la entiende  como una capacidad para el uso y disfrute exclusivamente individual. La libertad, según estas interpretaciones, es sólo libertad para mí, me interesa la libertad de los demás en tanto en cuanto se erige como una garantía de la mía propia; en última instancia, se concibe la libertad de los otros como una limitación de la mía, porque donde empieza aquella termina esta.
 
En la posición contraria, desde las doctrinas socialistas –y también, por cierto, desde las nacionalistas-, se entiende la libertad sólo en un sentido colectivo, la libertad de una clase universal o la libertad nacional, de modo que las libertades individuales aparecen sometidas, o condicionadas por los intereses superiores que el Estado debe administrar.
 
Esta contraposición clásica entre libertad e igualdad ha estado presente en la secular discordia simbolizada en el enfrentamiento político entre derechas e izquierdas. Sin embargo los límites de esas mismas definiciones quedan patentes cuando el socialismo moderado se presenta a sí mismo –legítimamente- como defensor de las libertades individuales, y la derecha democrática reivindica –con no menos legitimidad- sus reales e históricas aportaciones a la integración social. Norberto Bobbio, por ejemplo, buen estudioso de la materia, en su conocido alegato sobre la vigencia actual de la izquierda, defiende básicamente esta apreciación.
 
La utopía socialista tiene, desde luego,  valor, -histórico, ideológico, emotivo-, pero desde un punto de vista político ha perdido todo su sentido según lo prueba el reiterado fracaso de las tentativas de aplicación en tantas latitudes y épocas, y con tantas fórmulas. Y además ha dejado patente su nocividad cuando se ha constituido como guía en la acción de gobierno. Lo mismo podríamos decir de la utopía liberal –si pudiéramos expresarnos así-, aunque en algunas formulaciones del liberalismo doctrinal sería más conveniente advertir de su error de partida, señalado tantas veces por algunos de sus críticos, como lo es la suposición de que todos somos, realmente y en la misma medida, libres y autónomos.
 
Semejante confluencia deficitaria de las ideologías que han dominado la modernidad política, abre una nueva época en la que el concepto de  libertad solidaria adquiere especial relevancia. La libertad concebida desde los postulados del individualismo y la intervención entendida desde el marxismo han fracasado. La segunda tras la caída del Muro, la primera tras la crisis que todavía sufrimos, esperemos que por poco tiempo. En realidad, como decían los viejos liberales europeos, la cuestión puede resolverse en este contexto: tanta libertad como sea posible y tanta libertad como sea necesaria. Para ello, es menester revisar los fundamentos del sistema económico desde los postulados de lo que denomino desde hace tiempo la libertad solidaria, concepto que se encuentra en la medula de mi entendimiento de lo que denomino espacio del centro.
 

 

En efecto, o somos capaces de conjugar adecuadamente estos dos vectores fundamentales de la vida social y política o posiblemente los sistemas democráticos habrán culminado su carrera histórica. No se trata de ningún descubrimiento, se trata de la constatación de un hecho. Nadie en su sano juicio puede discutir hoy la necesidad de los emprendedores, de un sector empresarial   dinámico, innovador, imaginativo, eficiente. Ni se puede pasar por alto la necesidad de priorizar la atención de los menos favorecidos, entre ellos los pensionistas y los parados, y de contar con la presencia de los agentes sociales, muy particularmente de los sindicatos, en el planeamiento y aplicación de la política nacional o supranacional.
 
La alianza entre  libertad y solidaridad es, hoy más que nunca, obligada. Una política de solidaridad libre y socialmente asumida, no impuesta desde los mecanismos del Estado, sólo es posible desde los fundamentos culturales de una sociedad realmente libre y solidaria, no desde la imposición de un programa. O la acción de gobierno se conjuga con el sentir y la iniciativa social, o carecerá de efectos o, lo que es peor, se aplicará impositivamente, con consecuencias potencialmente devastadoras sobre el tejido social y productivo. Pretender una acción solidaria desde un sentir mayoritario que no represente de hecho el sentir general, de todos los sectores componentes de la ciudadanía, es imposible. Ahí no hay solidaridad, porque no hay libertad.
 

 
Pero igualmente, una libertad que no tome en cuenta la dimensión social de la persona, además de tratarse de una libertad mutilada, es falsa, porque lo real es que la libertad la queremos para los nuestros. Todo dependerá de nuestra generosidad y de nuestra apertura de espíritu para ampliar el horizonte del “nosotros”. En una película relativamente reciente que constituía un alegato contra la pena de muerte, me llamó la atención la frase puesta en boca de un funcionario de prisiones: “Mientras quede alguien en la cárcel no me consideraré enteramente libre”. Aunque cabe pensar –en otro sentido- que mi libertad sólo está asegurada cuando permanecen en la cárcel quienes atentan contra nuestras libertades, se expresa ahí una consideración muy de fondo sobre la constitución de la sociedad.
 
La reflexión a que me invita aquella expresión es que la libertad de los demás –y no me refiero ya a la de los reclusos- no es sólo garantía de la mía, sino que me hace realmente más libre, y tengo la posibilidad de hacer más libres a los demás cuando desde mi propia libertad busco la cooperación con ellos. Es un imperativo ético y político la creación de las condiciones sociales y culturales que hagan posible el ejercicio de una libertad auténtica por parte de cada ciudadano. Aquí atisbo una conexión de fondo de la política con la ética pública que trascendería el marco de un simple código de comportamientos.
 
Libertad solidaria, insisto. Porque la libertad es el marco adecuado, necesario, para que se produzca la apertura a los demás que fomenta la solidaridad. Y así la libertad de los demás ya no se entiende primariamente como un límite de la mía –aunque lo sea, considerada negativamente- sino que la libertad de los demás posibilita, mediante el acuerdo, el diálogo, el entendimiento, una ampliación sin límites de mi propia libertad. Estamos, de esta forma, dando una respuesta a la permanente cuestión: libertad, ¿para qué? Afirmar la libertad solidaria es señalar uno de los objetivos que queremos darle a la libertad.
 
En este sentido, la consideración de la libertad desde la solidaridad o de la solidaridad desde la libertad, es lo mismo, invita  a construir libremente entre todos una sociedad más libre y tolerante, y libremente asumir entre todos la construcción de una sociedad más solidaria. Dicho de otra manera, en términos más llanos, no son excluyentes el beneficio individual y el público, es más, el uno sin el otro, en algún sentido, serán un abuso. Lo estamos hemos comprobado, y hasta qué punto, desde el punto de vista financiero.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo y miembro de la Academia Internacional de Derecho Comparado de La Haya.