Frente al inmovilismo de quienes tienen miedo, auténtico pavor, a perder la posición, y frente a quienes aspiran a pescar en rio revuelto, tenemos ante nosotros una magnífica oportunidad para acometer una profunda reforma del orden político, social, y económico. Una reforma que coloque en el centro del sistema al ser humano, el gran convidado de piedra de esta gran farsa que está echando por tierra tantos años de luchas y esfuerzos en pro de la libertad y los derechos.
El populismo, tal y como se presenta en el tiempo en que vivimos, presenta muchas caras, muchas expresiones. Sin embargo, a pesar de las diferentes puestas en escena que ofrece, hay una serie de rasgos comunes que se refieren a la retórica empleada, al liderazgo carismático y, sobre todo, a una peculiar forma ideológica de gobernar más allá de políticas concretas y perceptibles. Otro rasgo que caracteriza a los populismos es que crecen en períodos de gran contestación social y política en los que se pretenden construir nuevos espacios políticos, en momentos en los que el ciudadano quiere ser el centro de la nueva política, de la nueva forma de encarar los problemas sociales a causa de la crisis en la que está sumida la versión estática del sistema político.
Ordinariamente, la emergencia de los populismos tiene una relación directa con la aparición de líderes con capacidad de conectar con las masas sociales, dirigentes dotados de una especial sensibilidad para comprender los problemas reales de los ciudadanos con una excepcional capacidad de persuasión. Obviamente, para que germine el populismo, es menester que los actores políticos del momento no estén en condiciones de mantener una línea de comunicación con la población convincente a causa, por ejemplo, de su falta de compromiso para hacer las reformas que se demandan por todo el cuerpo social.
Si nos fijamos en la forma de comunicación elegida por los líderes populistas nos encontramos con expresiones cercanas que incluyen anécdotas personales y ejemplos concretos, apelaciones constantes a la participación del pueblo y una capacidad de reacción notable en relación con los problemas que aparecen en cada momento. Estos populismos encierran una gran carga de emotivismo que conecta con las desdichas y malaventuras de miles de personas que sufren con lasituación actual.
Casi todos los populismos actuales coinciden en su unánime clamor de democracia real. El problema aparece cuándo el populismo popular, valga la redundancia, no responde al cliché, al estereotipo diseñado por los intelectuales de salón del populismo. En efecto, hay un populismo sano, que es el que procede de las demandas y reclamaciones del pueblo que se refieren a la mejora de la democracia, al aumento de la participación, a las protestas contra las leoninas condiciones de las hipotecas o a la necesidad de que los partidos y los sindicatos se abran de verdad a la democracia. Y hay un populismo ideológico, que es el que se conforma y construye en los gabinetes de los intelectuales, aquel en el que se pretenden imponer las preferencias y gustos de la tecnoestructura del populismo.
Es el caso, por ejemplo, de la crítica que se hace a la Unión Europea y al tan cacareado déficit democrático. En efecto, poco que decir a tal reivindicación. Sin embargo, cómo es posible que se hable de mejorar los mecanismos de participación del pueblo en las políticas comunitarias por un lado, y por otro, se minusvalore la voluntad de 1.7 millones de europeos que firmaron el manifiesto Uno de nosotros en defensa del embrión humano. ¿Es qué porque tal petición no es del agrado de las minorías tecnosistémicas hay que tirar a la papelera la petición de tantos cientos de miles de ciudadanos de la Unión?.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana
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