Democracia y relativismo, Democracia y pluralismo, son binomios importantes para desentrañar la crisis en que se encuentra hoy este sistema político. Es muy conocida la tesis que plantea que es imposible la verdad absoluta y de que todo es provisional y temporal, porque afirmar una verdad como algo completo y total es una manifestación de intolerancia cuando no de fanatismo o de fundamentalismo. Pues bien, tras esta consideración, justificándola, se encuentra el relativismo, el tan traído y llevado relativismo, que tan bien cae en la época presente, que tantos amigos tiene y que, sin embargo, si no me equivoco, está en la misma base de la crisis actual.
Relativismo que, según la misma lógica, no podría ser absoluta, como en realidad sostienen sus defensores. En efecto, como señaló Ortega y Gasset, el relativismo es una teoría suicida porque cuando se aplica a sí misma, se mata. Lo cierto, por sorprendente, es que el relativismo se aplica selectivamente. En este sentido, pocos tolerarían que el pensamiento relativista se extendiera a la ciencia experimental o a ciertas normas imprescindibles de justicia y civilidad.
Tras el relativismo, el permisivismo: el «todo vale», «prohibido prohibir». Pero, ¿ todo vale ?, ¿ no se puede prohibir nada ?. ¿ Es posible seriamente este planteamiento ? Parece obvio que el relativismo tiene evidentes límites como los tiene la tolerancia. En la práctica hay límites, hay prohibiciones: en Alemania se prohíben los actos públicos de grupos neonazis, por ejemplo, y nadie sensato puede pensar que se trate de un acto irresponsable. En fin, el propio Isaias Berlin aceptaba sin problemas que el relativismo no puede ser absoluto y que, en virtud del relativismo no se pueden justificar todas las posturas, incluso las que suponen en si mismas atentados evidentes a los derechos humanos como la actitud de Hitler frente a los judíos. Por eso, no todo es relativo. No lo puede ser, es imposible. De ahí que el propio Berlin llegase a afirmar que no conocía ninguna cultura que carezca de las nociones de lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso pues, aunque no nos gusten, existen valores universales. Es decir, existe la verdad objetivamente considerada como existen unos criterios racionales y universales que permiten juzgar los actos humanos. El propio autor de «El nombre de la Rosa» no hace mucho reconocía que para ser tolerante hay que fijar los límites de lo intolerante. Si solo vivimos en un mundo de preferencias o buenos sentimientos, y no de verdades, ¿en qué podemos basarnos para afirmar que hay opiniones que todos han de reconocer como intolerables, con independencia de la diversidad de culturas o creencias?.
En este marco, el famoso sociólogo francés recientemente fallecido Alain Touraine escribió en «Crítica de la Modernidad», que la revolución de los sesenta del siglo pasado fracasó porque, ¿ cómo es posible decir que todo vale, que prohibido prohibir, o que hago con mi cuerpo lo que quiero, si vivimos en un mundo en el que hay prohibiciones efectivas ?. Es el fracaso de la «Modernidad» pues como escribe Sabreli, si vale todo, vale la razón del tirano, la del torturador, o la del extorsionador o la del corrupto, algo ciertamente inaceptable.
Los llamados supervivientes del colapso marxista no cejan de criticar ese relativismo ambiental sin darse cuenta de que el relativismo tan condenado por estos pensadores procede del racionalismo, viene de la mano del fracaso de la modernidad racionalista en su mismo horizonte materialista. Es la consecuencia de abandonar al ser humano únicamente a la razón, a esa razón carente y contraria a los valores, a esa razón totalitaria que alumbró esos terribles monstruos que sembraron de cadavares en solar europeo no hace tanto tiempo.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana