La profunda crisis que atraviesa la forma en que los políticos a nivel mundial entienden últimamente la democracia representativa conduce, de una u otra manera, a que la indignación reinante reclame democracia real, auténtica, genuina. Una de las causas de la honda crisis en que se encuentra el sistema político reside en que el pueblo empieza a percibir que su protagonismo ha sido suplantado, de una u otra manera, por los dirigentes. Un colectivo, que,  con honrosas excepciones, se ha creído que es el titular del poder y que puede manejarlo como le venga en gana. Como se consideran los dueños del poder, así razonan erróneamente, manejan los fondos públicos sin conciencia de quienes son sus legítimos propietarios –los ciudadanos- llegando a cotas de despilfarro sin precedentes.
 
Efectivamente, la escasa relación que hoy existe entre el pueblo y sus representantes, justifica, en gran medida, que la petición de democracia real se sustancie por el camino de las fórmulas de democracia  directa más conocidas: referéndums, iniciativas populares y consultas. Si las Cortes Generales y las Asambleas Legislativas autonómicas hubieran propiciado y fomentado esquemas institucionales eficaces de relación y vinculación entre elegidos y electores, probablemente el distanciamiento y desafección dominante no hubiera alcanzado la dimensión que hoy tienen. Por eso hoy, ante la ausencia de reformas en la materia, tendrán que llegar, por las buenas o por las malas, cambios como las listas abiertas, la obligación de los diputados de tender a los electores en sus circunscripciones o incluso la convocatoria de referéndums cuando se trate de la adopción de medias de obvio interés general.
 
La necesidad de que el pueblo opine, al menos en los asuntos de mayor enjundia, en asuntos que afectan a sus condiciones de vida, es cada vez más urgente. No puede ser, de ninguna manera, que se tomen decisiones que afectan seriamente a las condiciones de vida de los ciudadanos sin consulta previa, sin conocer la opinión ciudadana.
 
La democracia representativa debe ser renovada. Las listas abiertas deben abrirse camino. No es que los referéndums, consultas o iniciativas populares sustituyan totalmente al sistema representativo. Deben tener su espacio de forma equilibrada. Que no haya sido así se debe al profundo aislamiento de las cúpulas partidarias que prefieren su reinado y su primado, casi absoluto, al de la ciudadanía, al de quien es el verdadero soberano.
 
Es muy sencillo lo que está pasando. Quien es administrador o gestor de los asuntos de interés general ha pensado que podía adquirir la condición de dueño y señor. Para ello ha ideado un complejo argot y un sofisticado universo de especialistas en el manejo y conducción del interés general convenciendo al pueblo de que los asuntos de la comunidad están en las mejores manos y que no debía preocuparse lo más mínimo. Mientras tanto, desde las terminales mediáticas de la tecnoestructura se procede a una sutil y constante operación de control social a partir de las más variadas, y eficaces, formas de consumismo insolidario. Durante unos años el juego ha dado resultado, pero cuando el proyecto choca con los bolsillos de la gente, empiezan los problemas. Unos problemas que han permitido que el pueblo, de una u otra manera, despierte de su letargo, tome conciencia de lo que está pasando y empiece a manifestar su indignación.
 
 
Una indignación que no debieran echar en saco roto los partidos. Una indignación que esperemos traiga aires de regeneración democrática. Una indignación que ojala derribe los muros de un orden económico, político y social montado exclusivamente sobre el lucro y sobre el voto como fines en sí mismos que todo lo justifican, que todo lo permiten. Este modelo ha fracasado. No hay más que volver a democratizar el sistema político. Y, por supuesto, también el financiero.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es