La profunda crisis que atraviesa la forma en que nuestros políticos entienden últimamente la democracia representativa conduce, de una u otra manera, a que la indignación reinante reclame democracia real, auténtica, genuina, directa. Una de las causas de la profunda crisis en que se encuentra el sistema político reside en que el pueblo empieza a percibir que su protagonismo ha sido suplantado, de una u otra manera, por los dirigentes. Un colectivo, que con honrosas excepciones, se ha creído  titular del poder y que puede manejarlo como le viene en gana. Como se han  considerado por largos años  dueños y señores del poder, manejaron los fondos públicos sin conciencia de quienes son sus legítimos propietarios, llegando a cotas de despilfarro sin precedentes. Y, lo más grave, pensaron que el grado de narcotización del pueblo, insuflado a base de elevadas cotas de consumismo insolidario, imposibilitaría durante mucho años la lógica petición de cuentas.
 
Efectivamente, la escasa relación, por no escribir nula vinculación, que existe en general entre el pueblo y sus representantes, justifica, en gran medida, que la petición de democracia real se sustancie por el camino de las fórmulas de democracia de directa más conocidas: referéndums, iniciativas populares y consultas. Si las Cortes Generales y las Asambleas Legislativas autonómicas hubieran propiciado y fomentado esquemas institucionales de relación y vinculación entre elegidos y electores probablemente el distanciamiento y desafección dominante no hubiera alcanzado la dimensión del presente. Por el contrario, la ausencia de reformas en la materia nos conduce inexorablemente a un sistema de listas abiertas y a que la ciudadanía reclame una mayor participación en los asuntos de interés general. Si no caminamos en esta dirección, el partido de la abstención empezará a tener mayoría absoluta en los próximos comicios. De ahí a la deslegitimación del sistema no hay más que un paso. Un paso que los nuevos populistas están esperanzado para, si fuera el caso, lanzar su ofensiva antidemocrática, profundamente autoritaria. No debe desdeñarse, en este sentido, el relativo auge de los extremismos de izquierda y de derecha que están produciendo en el centro y el norte de Europa recientemente.
 
En efecto, la condición de convidado de piedra que caracteriza la posición del pueblo soberano no es de recibo. La necesidad de que el pueblo opine, al menos en los asuntos de mayor enjundia, es cada vez más urgente. No puede ser, de ninguna manera, que se tomen decisiones que afectan seriamente a las condiciones de vida de los ciudadanos sin consulta previa, sin conocer la opinión ciudadana. Menos todavía, no debería salir gratis que se tomen ciertas medidas que castigan claramente y sin paliativos a las llamadas clases medias y bajas de nuestra sociedad como consecuencia de la negligencia y la incapacidad de manejar adecuadamente una situación de crisis económica y financiera. Si en el seno de los partidos estas cuestiones se debatieran con participación de la militancia real, no llegarían las apelaciones que llegan de propiciar referéndums ante determinadas medidas que afectan, y de qué manera, al llamado pueblo llano.
 
La democracia representativa debe ser renovada. Las listas abiertas deben abrirse camino con fuerza. No es que los referéndums, consultas o iniciativas populares sustituyan totalmente al sistema representativo. Deben tener su espacio de forma equilibrada. Que no haya sido así se debe al profundo aislamiento de las cúpulas partidarias que prefieren su reinado y  primado, casi absoluto, al de la ciudadanía, al de quien es el verdadero soberano.
 
Es muy sencillo lo que está pasando. Quien es administrador o gestor de los asuntos de interés general ha pensado que podía adquirir la condición de dueño y señor. Para ello ha ideado un complejo argot y un sofisticado universo de especialistas en asuntos de interés general. En su virtud se ha dicho al pueblo que no se preocupe, que los asuntos de la comunidad están en las mejores manos y que, por tanto, no debía preocuparse lo más mínimo. Mientras tanto, desde las terminales mediáticas de la tecnoestructura se procede a una sutil y constante operación de control social a partir de las más variadas, y eficaces, formas de manipulación social. Durante unos años el juego ha dado resultado, pero cuando el proyecto choca con los bolsillos de la gente, empiezan los problemas. Unos problemas que han permitido que el pueblo, de una u otra manera, despierte de su letargo, tome conciencia de lo que está pasando y empiece a manifestar su indignación.
 
Una indignación que no debieran echar en saco roto los partidos. Una indignación que esperemos traiga aires de regeneración democrática. Una indignación que ojala derribe los muros de un orden económico, político y social montado sobre el lucro y sobre el voto como fines en sí mismos que todo lo justifican, que todo lo permiten, que todo lo condicionan. Este modelo ha fracasado. No hay más que volver a democratizar el sistema político. Y también el financiero.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es