Las causas de la crisis económica y financiera cada vez están más claras. Existe, es cierto, una parte de responsabilidad pública por no haber realizado con diligencia las tareas de regulación, supervisión y vigilancia que al Estado corresponde. Pero también encontramos, que duda cabe, un intento de convertir el lógico beneficio en el principal y único paradigma de la actividad empresarial. Los derechos de los trabajadores, desde esta posición, son secundarios: es irrelevante la utilización de mano de obra infantil, la insensibilidad ambiental campea a sus anchas y, en el colmo de los colmos, la transparencia o la justicia social acaban siendo asuntos menores si se comparan con el lucro que reportan algunas actividades empresariales.
En este contexto, la ética brilla por su ausencia y las apelaciones a la tan cacareada RSC se demuestran inútiles pues, en el mejor de los casos, se dirigen a edulcorar la conciencia de algunos tiburones que por este camino buscan edulcorar conductas empresariales inaceptables.
Por sorprendente que parezca, la crisis ha surgido en pleno auge de las apelaciones a responsabilidad social corporativa. Algo que debería hacernos reflexionar seriamente acerca de los verdaderos objetivos de los directivos y gerentes empresariales, a veces más preocupados de incrementar exponencialmente sus “bonus” y complementos retributivos variables que de ofrecer productos de calidad en sentido integral.
La denominada economía del bien común, que es, debería ser, una vuelta a los valores humanos en el mundo de la empresa, está realizando algunas importantes aportaciones en este campo. Por ejemplo, como señala Felber, profesor vienés de economía, se debe premiar a las empresas que se caractericen por las buenas prácticas, de manera que quienes obtienen beneficios de forma poco clara o conculcando los más palmarios principios de la ética, respondan por ello ante quien proceda en cada caso. Es decir, las empresas que faciliten el comercio justo incorporando cláusulas en sus contratos que protejan el medio ambiente, las compañías que promuevan el empleo, que subrayen la transparencia y que colaboren con las principales causas sociales, deberían tener ventajas fiscales y acceso a créditos en buenas condiciones. No puede ser, de ninguna manera, que quien ofrece productos más baratos consecuencia de la lesión de los más elementales criterios éticos pueda beneficiarse de ello. Es más, a quien cumple con la justicia social, el sistema normativo debería permitirle que sus productos sean más competitivos.
Tales propuestas, bien relevantes, debieran, según Felber, ser objeto de referéndum ciudadano. De esta manera, incentivar el comercio justo y bonificar a las empresas que actúan siguiendo criterios humanos tendría un blindaje y una legitimidad que probablemente animaría a quienes sólo buscan el lucro a actuar de otra forma. Incluso, como advierte el profesor austríaco, el pueblo debería ser consultado acerca de si sería conveniente que existiera un límite legal entre el salario mínimo de un país y el sueldo máximo que se puede cobrar. En Austria la retribución más alta equivale a multiplicar por 800 el salario mínimo, en Alemania por 5000 y en el sector financiero estadounidense por 360.000. ¿Es razonable?
Jaime Rodríguez-Arana
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