Los ideales morales son los que son, y cada persona –mal que bien- somos lo que somos y lo que con nuestras decisiones y nuestros actos vamos haciendo. Digamos que esas realidades sólo cabe descubrirlas, vislumbrar cómo ellas son auténticamente. Pero lo que de aquí en adelante debe emprender cada persona es creación suya –puede decirse-, también en el plano moral. ¿Por qué? Porque soy yo quien debe juzgar en cada caso cómo hacer reales aquellos ideales morales que he admitido como guía de mi existencia, porque son los únicos que pueden mostrarme el rumbo para llegar a ser plenamente lo que yo mismo soy. Soy yo quien debe gobernar, en lo que se me alcance, el discurrir de mi vida bajo la orientación, abierta y extensa como el mundo, de aquellos principios.
Por este último motivo podemos considerar que la vida se construye, se vive, sobre una opción de riesgo. Debemos asumir el riesgo de vivir, de elegir cómo vivir. Y es prácticamente imposible que acertemos a la primera, porque nuestro conocimiento de las cosas es deficiente y limitado, y porque nuestras elecciones son en muchos aspectos, si no completamente, imprecisas o erradas. De ahí la necesidad constante de rectificación. Pero si resulta que no tenemos siquiera definitivamente resuelta nuestra propia opción personal, mal podrá pensar nadie que puede tener resuelta la de otros. Trasplantar este pensamiento al plano educativo hará patente aquello en lo que venimos insistiendo, debemos conducir al educando a enfrentarse con su propia elección, debemos intentar crear el ambiente de libertad que la haga posible, para que la realice sosegadamente, con prudencia, “calculadamente”, si se permite esta expresión y se entiende el sentido que pretendo darle.
Ahora bien, la elección no se hará según estas condiciones ideales, ni se aproximará a ellas si no se cumple otra condición fundamental: que el alumno asuma las consecuencias de su elección. El podrá aceptarlas, asumirlas, o no. Pero a nosotros siempre nos queda la posibilidad de exigírselas. Ahí está también el arte de educar. No se trata de una exigencia escrupulosa y mecánica. El maestro regulará su exigencia a las condiciones del que aprende, a su temperamento, a su madurez, a sus circunstancias; y a las de él mismo, recordando aquella regla aristotélica de inclinarse al extremo contrario al que, por el propio carácter, uno tendería. Además, como enseña Graf no debemos olvidar que “es un maestro excelente aquel que, enseñando poco, hace que se despierte en el alumno una gran sed de aprender”.
No pretendo dar lecciones de moral. Sé que no he escrito nada nuevo. Tal vez lo he redactado con un poco de atrevimiento, o de contundencia, pero nada nuevo. El primer maestro de la vida moral en Occidente, aquel gran filósofo, pero sobre todo gran hombre que fue Sócrates, apuntó claramente estos criterios. Y Platón, su discípulo aventajado, a través de cuya obra pudimos conocer la enseñanza del maestro, decía que, en cierta manera, la vida del Estado se parece a la vida del individuo, que ambos, individuo y estado, tienen los mismos componentes y se hacen justos, alcanzando la armonía entre las partes que los integran, por idéntico camino.
Pues siguiendo con la semejanza que estableció el filósofo griego, diremos que la conducción de nuestra vida se parece a la tarea del político. No vamos a entrar ahora en sutilezas, pero para explicar esta idea recurriré al comentario de un profesor que, en cierta ocasión reprendía a un alumno de esos ingeniosos, agudos, rápidos de reflejos intelectuales, polemistas, pero inoportunos, y le decía: “Si eres buen chaval, hombre, eres buen chaval; estás lleno de buenas cualidades, lo que pasa es que no sabes administrarlas”.
Jaime Rodríguez.-Arana
@jrodriguezarana
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