La política debe ser entendida como el trabajo al servicio objetivo del interés general, una tarea para la defensa, protección y promoción de los derechos fundamentales de las personas, especialmente de los derechos de los ciudadanos más desfavorecidos. Existe, es verdad, una dimensión ética fundamental en la propia actividad política que interesa rescatar. Desde luego, el gobierno de los sabios o la consideración de la acción del gobierno como una suerte de elucubración teórica de intelectuales nada tienen que ver con la médula de un trabajo, el político, que en mi opinión, se justifica en la medida en que los derechos de los ciudadanos, especialmente de aquellos excluidos o abandonados a su suerte, brillen con luz propia.
 
Por tanto, la actividad política es una actividad  que requiere  principios éticos que garantizan  que el poder no sea un fin en si mismo sino un instrumento al servicio de la colectividad. En este ambiente de servicio objetivo al interés general se puede comprender mejor que, en efecto, el centro de la acción política no está ni en los partidos, ni en sus dirigentes, sino en las personas, en la dignidad del ser humano y en sus derechos inalienables.
 
Desde esta perspectiva, la persona debe dejar de ser entendido como un sujeto inerte al que los políticos, y la política,  dan cuerda para que se mueva como si de una marioneta se tratara. La persona no es un sujeto pasivo, inerme, receptor, destinatario contemplativo de las llamadas políticas públicas. Si pensamos que la persona está en el centro de la actividad política es menester reconocer, y propiciar, que, de verdad,  la persona es el protagonista por excelencia de la vida política. Algo, al menos por estos lares, todavía lejano debido quizás a esa obsesión de los partidos  tradicionales y de sus dirigentes más destacados  por controlarlo todo, en ocasiones para mantener la posición al precio que sea, importando poco, o nada, la dignidad de quienes más sufren, de quienes no tienen ni voz ni capacidad de valerse por si mismos.
 
¿Qué quiere decir afirmar el protagonismo de la persona en la actividad política?. Desde mi punto de vista, tal aseveración implica, con todos los colores y matices que se quiera, que la libertad de la persona, su participación en los asuntos públicos y su compromiso con la solidaridad, constituyen tres vectores centrales de la política moderna.
 
Sin embargo, con cuanta frecuencia y facilidad se utiliza a las personas al servicio de determinadas políticas contrarias al interés general. Con cuanta frecuencia no es el pueblo quien asume la centralidad del sistema, sino  que son los partidos y sus dirigentes quienes mueven a las personas para la satisfacción incluso de ambiciones personales.
 
Para terminar, me gustaría plantear algo que quizás está en la mente de no pocos ciudadanos, especialmente tras e3l 24-M. En ocasiones, la tentación de sacrificar los principios por criterios de poder puede ser fuerte, muy fuerte. Es el caso de la toma de decisiones pensando únicamente en la dimensión electoral renunciando a señas de identidad o a criterios morales o éticos. Cuándo eso ocurre, normalmente, no se contenta a las propias bases y, a la larga, se abre la brecha, ya demasiada amplia, entre la gente y la dirigencia. La centralidad de la persona requiere de medidas que fomenten las libertades solidarias, de compromisos con las necesidades reales de la gente. Estamos a tiempo, todavía, de pensar en soluciones abiertas y plurales que regeneren el ambiente político. El 24-M se abre una puerta a la esperanza que esperemos se consolide en el tiempo.
 
En efecto, el 24-M ha caído la vieja política, la política inmovilista. Entramos en una etapa en la que por fin, esperemos, se gobierne pensando en las personas. Una etapa en la que, una vez superados los prejuicios y clichés ideológicos, prevalezcan las soluciones humanas a los problemas humanos. Tal forma de afrontar los problemas colectivos requiere de sentido de la realidad, prudencia y un compromiso radical con la dignidad humana.
 
Es decir, que se demuestre con hechos y de verdad, que la política resuelve problemas reales, especialmente de los que menos tienen, que los excluidos, de los abandonados, de los desfavorecidos. Si la política clásica no es capaz de atender como se merecen estas personas, tenemos que buscar nuevas políticas que de verdad se centren sobre la forma de mejorar las condiciones de vida de las personas. Ojala el 24.M empiece un camino firme hacia estas nuevas políticas dirigidas a la defensa, protección y promoción de los derechos fundamentales de las personas. El tiempo nos dirá si efectivamente empezamos a caminar por nuevas sendas o lo que viene es más de lo mismo pero ahora con nuevas formas.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.
 
 
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.