La segunda vuelta de las municipales en Francia confirma una peligrosa tendencia que se cierne sobre el viejo, y enfermo, continente. Nada menos que el avance de los populismos. En efecto, en Francia el Frente Nacional se convierte en una fuerza política a tener presente al conseguir, con once alcaldías, su mejor resultado electoral tras cuarenta y dos años de historia.
Es verdad que las elecciones francesas tienen unas claves propias y que lo allí acontecido no se puede extrapolar al resto de Europa. Sin embargo, el resultado de las locales francesas ratifica esa tendencia en las últimas contiendas electorales en numerosos países europeos. Una tendencia que debiera preocupar a los dirigentes de los partidos tradicionales pues, junto a la ascendente abstención, en Francia del 38% en las pasadas elecciones, constata un fuerte desencanto y una peligrosa desafección ciudadana, en parte provocada por la incapacidad de estas formaciones de tomar nota, y actuar en consecuencia, en lo que se refiere a las lacerantes cifras del desempleo o al aumento de la corrupción.
En efecto, en Noruega el partido del progreso  tiene un 22.9 % de los votos. En Finlandia, el partido Verdaderos Finlandeses, que promovió el no al rescate griego, llegó al 19.05 de presencia en el parlamento.  En Dinamarca, el partido Popular está en el 12.3%,  en Suiza el partido Popular ya está en el 28.9%, en Holanda, el partido de la Libertad se sitúa en el 15.5 % de la representación parlamentaria o, en Hungría, el grupo Jobblk dispone ya del  16.7% de los escaños.
Ciertamente, los apoyos que cosecha el populismo, tanto  de extrema derecha  como de extrema  izquierda,  no son muy significativos de momento,  pero crecen justo donde los partidos de gobierno practican políticas que no son capaces de mantener cotas razonables de bienestar para los ciudadanos. En este contexto, el desempleo crece, la inestabilidad social aparece con insólitas características y, ante la debilidad de muchos gobiernos que prefieren mantener el poder a gobernar con sensibilidad social, se empieza a mascar un ambiente que pone en cuestión las bases de la democracia y que reniega del proyecto europeo, que lamentablemente se tiñe de eficientismo y economicismo, renegando, que pena, de su impronta de humanismo solidario.
No nos engañemos, si castigamos a la población y empeoramos las condiciones de vida de los ciudadanos, mientras los dirigentes conservan privilegios y prerrogativas, estamos propiciando un peligroso ambiente en el que pueden proliferar, sin especiales dificultades, ideologías  dispuestas a levantar al pueblo contra estos despotismos más o menos blandos. No puede ser, de ninguna manera, que el sacrificio de la mayoría social, especialmente de  las clases bajas y medias, esté financiando un colosal aparato público y un reflotamiento de las instituciones financieras que se llevan la friolera de miles de millones de euros que salen, sin consulta alguna, de los bolsillos de los ciudadanos.
Es verdad que el proyecto europeo  no cuenta en estos momentos con grandes políticos, con estadistas de la talla de Adenauer, Schumann o de Gasperi  porque, como todos sabemos, la dictadura de las cúpulas de los partidos impide que afloren líderes dispuestos a pensar en el bien general de los habitantes.  Más bien, se promueve, con ocasión y sin ella,  a personajes  obsesionados por los juegos, más o menos sofisticados, de poder, a personas que utilizan el servicio al pueblo como justificación para prácticas y operaciones ciertamente inconfesables.
Sin embargo, el proyecto europeo, tan necesitado de mayor integración, de más solidaridad y de estructuras de gobierno  sólidas y compactas,  pierde posiciones en el mundo global y sus  puntos de vista y decisiones cada vez tienen menos fuerza. Por ejemplo,  ¿por qué no es posible que Europa esté presidia por un presidente elegido por sufragio universal, por qué el parlamento europeo no tiene verdaderos poderes legislativos, por qué no se avanza de verdad hacia el federalismo?. Por una sencilla razón, porque los políticos que nos han tocado en suerte, no es casualidad, ni tienen  talla de estadistas ni se atreven a tomar medida alguna que pueda poner en peligro  su posición.
En fin, la pregunta es: ¿por qué el ascenso de los populismos?. ¿por qué la tardanza en las reformas políticas?.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es