Estos días, con ocasión de las encuestas que se han dado a conocer sobre la intención de voto de los españoles de cara al 20-D, resulta que un amplio espectro de ciudadanos parece situarse en el espacio de centro. Un espacio que para algunos no es más que una forma o modo de estar y hacer política, mientras que para otros, entre los que me incluyo, es una auténtica y genuina posición política con perfiles y personalidad propia.
La política, desde luego, es una de las más nobles actividades a las que se puede dedicar el ser humano. Esta afirmación es cierta, como también la siguiente: la política tiene sentido en una democracia si está orientada a la mejora integral de las condiciones de vida de los ciudadanos. Es decir, si está diseñada para ampliar los horizontes vitales de las personas, para que éstas puedan realizarse libremente en un contexto solidario. En este sentido, no dudo en reconocer que la política tiene una dimensión ética capital ya que, rectamente entendida, debe dirigirse a devolver el protagonismo que le es propio a los ciudadanos, colocando en el centro a la persona. Y colocar en el centro a la persona consiste, entre otras cosas, no en propugnar un desplazamiento del protagonismo propio e ineludible de los gestores democráticos, sólo faltaría, sino en poner los medios para que la libertad, la solidaridad y la participación de cada ciudadano pueda construirse cotidianamente, a golpe de cualidades democráticos.
Siempre he pensado que las sociedades realmente libres son las sociedades de hombres y mujeres libres. Sí, sociedades en las que el poder se entiende, no en clave estática y cerrada, sino como decía Burke, como la libertad articulada de los ciudadanos , como el principal medio que facilita que cada uno de nosotros pueda desarrollar su opción personal y, así, aportar lo que sea menester a la sociedad. Así, creadas estas condiciones, el ejercicio real de la libertad solidaria depende inmediata y únicamente de los propios ciudadanos, de cada ciudadano. Igualmente, la participación cívica, lejos de versiones intervencionistas, ha de promoverse sin miedo, ha de facilitarse, ha de impulsarse asumiendo la variada y plural expresión de la libertad humana.
La política es, pues, una tarea ética que requiere un compromiso radical con la dignidad del ser humano y sus derechos fundamentales. Y en esta tarea, el político, insisto, tiene un papel fundamental que algunas veces se reduce a concebir lo que algunos denominamos nuevos espacios políticos- el centro entre ellos- como la expresión de un talante dialogante, abierto y comprometido. Claro que el talante es capital en la actividad política, pero no lo es todo porque los ciudadanos esperan soluciones concretas y medidas mensurables que traduzcan el proyecto político en una mejora real de sus condiciones de vida.
El espacio de centro no es sólo un talante, no es solo un modo o forma de hacer y estar en la política. No, de ninguna manera. Quienes así piensan, quizás lo hagan porque entienden que esta posición política, en las antípodas del pensamiento de confrontación que trajeron las ideologías cerradas, no es susceptible de caracterización propia y se reduce únicamente a un talante, a un estilo o modo de estar en la política de manera abierta y dialogante.
No estoy de acuerdo, sencillamente porque el espacio del centro político es algo más, mucho más que un talante o un modo de estar en la política en la medida en que exige la defensa radical de los derechos fundamentales de todos.
Reducir el espacio de centro a la categoría de forma o talante sería casi equivalente a reducir la condición de demócrata a lo mismo. Claro que existe un talante democrático. Ahora bien, presumir de ese talante, o de esa forma, exhibir ese estilo es una cosa y otra bien distinta, y mucho más sustancial, es ser demócrata de verdad. Resulta, además, que en una sociedad en que la configuración de la opinión tiene mucho que ver con los medios audiovisuales de comunicación, la imagen pública lleva asociada muchas veces la categorización política de los personajes.
Por eso, quizás éste sea, como muy bien se ha apuntado, uno de los peligros que amenaza la vida política en la sociedad mediática. Sabemos que la bendición de los medios de comunicación es capaz de convertir los exabruptos de un líder octogenario en “desbordamientos de ímpetu juvenil” y la maldición de los mismos medios puede presentar las reflexiones serenas, claras y contundentes -racionalmente- de otro político nacido tras la vuelta de la democracia como “resabios autoritarios franquistas”. De hecho, la trascendencia en la opinión pública de la propia imagen hace que el equilibrio en la expresión, el tono conciliador, la actitud de escucha, pueda ser interpretada como talante centrista. Pero tal cosa, sola, no significa ser de centro o estar en el centro, porque evidentemente caben semejantes características en un político que practique la más dura intransigencia ideológica o aún el sectarismo, más cuando en la actualidad nadie ignora que de la transmisión de tal perfil asociado a la propia imagen depende, en una proporción demasiado alta, la cotización política. Ejemplos hay, y quizás estén en la mente de los lectores.
El talante moderado ,el espíritu conciliador pues, tienen un alto valor político, igual que el talante dialogante, por poner un ejemplo, pero en el espacio de centro, según pienso, lo decisivo es la realización de políticas efectivamente moderadas y el establecimiento efectivo y real del diálogo, algo que está muy lejos de lo postizo y artificial tan en boga. La clave no está tanto en la pose, en el talante, en el gesto, en el estilo que se pretende transmitir, sino en que las políticas concretas reflejen genuinamente esa manera de hacer política. La clave son los hechos concretos de una acción de gobierno que propicie mayores cotas, como decíamos al principio, de libertad, de solidaridad y de participación. La clave, ya termino, es realizar políticas abiertas, plurales, dinámicas, para todos, no para algunos, por muy importantes que sean. Ello reclama superar ese miedo reverencial, esa reliquia ideológica que hoy parece atenazar a algunos dirigentes a consultar al pueblo aquellas decisiones que trastocan esencialmente instituciones o que afectan a aspectos esenciales de la vida colectiva. Sí, definitivamente, el centro es algo más. Mucho más que un talante, una forma, un estilo de estar y hacer política. Este tiempo lo demuestra. Y a marchas forzadas.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo y autor del libro, prologado por Adolfo Suárez, El espacio del centro.
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