Según proclaman las encuestas que se están dando a conocer en estos días, una relevante mayoría de españoles se sitúa en el centro político, al margen de aventuras populistas que en otras latitudes ya sabemos a dónde llevan. Probablemente, lo que esta mayoría de ciudadanos quiere es una política realizada por políticos que se preocupen, con mentalidad abierta, capacidad de entendimiento y sensibilidad social, por la mejora de las condiciones de vida de las personas. Quieren que se elimine la creciente corrupción de estos años, que los partidos abran sus puertas a una participación real, que los asuntos de interés general estén en manos de personas preparadas con independencia económica y que, si es posible, se gobierne para todos, evitando las discriminaciones por razones ideológicas. Es decir, según parece, existe en la sociedad española, que es una sociedad madura y responsable, un deseo mayoritario de moderación, racionalidad, realismo, y, sobre todo, de que la dignidad del ser humano sea el centro y la raíz de las políticas públicas.

 
En este sentido,  pienso que los españoles esperan de cara al 20-D opciones que se comprometan con reformas básicas y elementales de nuestro sistema político, económico y social que ya no se pueden demorar más. En el reformismo, efectivamente, se encuentran conjugados una serie de valores que permiten delimitar con precisión las exigencias de una política que quiera considerarse centrada, o de centro.  Se trata, el reformismo, de una forma de hacer política que está permanentemente poniendo el foco en las personas y en la manera de mejorar sus condiciones de vida. Por eso, lo relevante no es la etiqueta de la política concreta sino que ésta realmente se realice al servicio de las personas, especialmente de las más necesitadas.
 
El reformismo implica en primer lugar una actitud de apertura a la realidad y de aceptación de sus condiciones. A partir de esta base, las políticas se caracterizan por la mejora constante de la realidad de manera que tal posición repercuta en un mayor bienestar y calidad de vida para todos los ciudadanos. Reforma y eficacia, pues, van de la mano pues no es concebible desde el centro la reforma que no implique resultados para la mejora de las condiciones de vida de los habitantes. Crecimiento económico, claro, pero al servicio de las personas. Austeridad en el gasto, por supuesto, pero que haga posible políticas  humanas y solidarias.
 
El reformismo va de la mano de  políticas de integración y de cooperación  que reclaman y posibilitan la participación de los ciudadanos concretos, de las asociaciones y de las instituciones, de tal forma que el éxito de la gestión pública debe ser ante todo y sobre todo un éxito de liderazgo, de coordinación, o dicho de otro modo, un éxito de los ciudadanos.
 
En España precisamos de reformas que vayan al fondo de los problemas. A los pilares, por ejemplo, del modelo autonómico, modificando la Constitución para delimitar mejor las competencias de los diferentes niveles de gobierno, para  mejorar el desempeño de las administraciones territoriales. Para, a través de una inteligente reforma constitucional, reconocer los derechos sociales fundamentales,  abrir los partidos a la participación,  introducir la evaluación el proceso legislativo, certificar la presencia de España en la Unión Europea, mejorar la independencia y autonomía del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional…
 
Ahora bien, los cambios y transformaciones hay que hacerlos con moderación, escuchando a todos y sin imposiciones. En efecto, una política que pretenda la mejora global, total y definitiva de las estructuras y las realidades humanas sólo puede ser producto de proyectos visionarios, despegados de la realidad. Las políticas reformistas son ambiciosas, porque son políticas de mejora, pero se hacen contando con las iniciativas de la gente –que es plural- y con el dinamismo social.
 
Italia y Francia, por ejemplo, han puesto en marcha reformas que alteran sustancialmente aspectos de la política en sentido amplio que, sin embargo, por estos lares, siguen esperando. En Italia se ha reformado el Senado, se ha acometido una profunda reforma de los Entes territoriales así como de la educación y del sistema electoral. En Francia ha decidido recientemente eliminar 4.000 cargos políticos sin que se hayan rasgado las vestiduras. Aquí, de acuerdo a nuestra realidad, necesitamos reformas de calado, reformas profundas, reformas orientadas a que el orden político, social, económico y cultural esté al servicio del pueblo, no de una minoría, por muy relevante e ilustrada que esta sea.
 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana