El Estado de Derecho es un matriz política que supone que el Derecho está por encima de las personas, que la razón prima sobre la voluntad. Que la materia, los valores, inspiran las formas jurídicas. Sin embargo, frente al Estado de Derecho puramente formal y procedimental que domina muchos de nuestros sistemas políticos, precisamos con claridad, a nivel global, un democracia de calidad capaz de superponerse a las ideologías cerradas que siembran odio y resentimiento por doquier. Frente al capitalismo salvaje que en tantas latitudes solo piensa en ganar todo lo que se pueda en el menor plazo de tiempo posible, debemos apostar por otra forma de producción económica más objetiva y justa. Y, frente al dominio del Estado sobre los seres humanos, deben reclamar espacios de libertad que permitan a las personas realizarse libre y solidariamente. Necesitamos un Estado social y democrático también a nivel global desde el que construir un auténtico Ordenamiento jurídico-administrativo a nivel planetario.
El Estado de Derecho hay que conquistarlo día a día pues la letra de la Constitución no se impone automática y mecánicamente. Hay que defenderlo con uñas y dientes en unos momentos, como los actuales, en los que el autoritarismo y el totalitarismo acechan aprovechando la situación de excepcionalidad en la que vivimos. Esperemos que el compromiso con la democracia y las libertades predomine sobre un estado de cosas dominado por la razón política y tecnoestructural. Si mantenemos el pulso democrático y no cedemos ni un ápice al recorte irracional y desproporcionado de nuestras libertades, habremos ganado la batalla y a la vuelta a la normalidad, este derecho de excepción será agua pasada y podremos seguir ejerciendo nuestras libertades. Unas libertades que no son regaladas, por las que hay que luchar como estamos haciendo también en arresto domiciliario en el que nos encontramos.
En efecto, en un tiempo de excepcionalidad, de incertidumbre, de crisis, de dominio de lo mediático, de excesos del intervencionismo, y de baja intensidad del pensamiento crítico, conviene subrayar la centralidad y radicalidad de las libertades, de los derechos humanos y de la dignidad personal como valores que preceden al poder y al Estado. Sabemos, y muy bien, que los derechos humanos y las libertades no son, ni mucho menos, de creación estatal. Menos todavía los otorgan discrecionalmente los gobernantes: son derechos y libertades innatos al hombre y, por lo tanto, no sólo deben ser respetados por el legislador y el gobierno, también en tiempos de crisis graves como los que vivimos, sino promovidos por los poderes públicos y los privados. Tienen la configuración jurídica de valores superiores del Ordenamiento y deben inspirar el entero conjunto del Derecho positivo.
Los derechos fundamentales son derechos que derivan de la dignidad del ser humano y fundamentan la propia condición personal. Son, por ello, intocables, inviolables, indisponibles para legisladores y gobiernos. Son valores que nadie puede ni debe manipular, que nadie puede, ni debe, violentar. El derecho a la vida, la libertad de expresión y tantos otros derechos y libertades fundamentales de la persona han de ser la garantía de la preservación y respeto de la libertad solidaria del ser humano y el ambiente natural en el que los ciudadanos convivan pacíficamente. Alexy los ha llamado derechos subjetivos de especial relevancia porque no dependen de las mayorías ni de las minorías.