En el tiempo en que vivimos, de pensamiento plano y horizontal, de notorio aburrimiento en lo que se refiere a desafíos intelectuales, no es frecuente encontrarse con filósofos que piensan de verdad. Uno de ellos, de los pocos que pueblan el actual escenario filosófico con aire provocador, es el profesor Gilles Lipovetsky, un escritor francés que abandonó la docencia media y universitaria para dedicarse a volcar sobre el papel su pensamiento. Es quien ha puesto en circulación el atinado concepto de hipermodernismo. Un concepto que pone en cuestión, y de qué forma, el “pensamiento” dominante y que reclama el fin de ese posmodernismo amorfo en que hemos permanecido durante largo tiempo.
 
La afición por este filósofo me la contagió un profesor argentino de derecho administrativo llamado Juan Carlos Cassagne, quien no hace mucho en una reunión de especialistas en la materia en América, me sugirió la lectura de algunos de sus libros. Libros como La cultura-mundo, El occidente globalizado, La pantalla global, Los tiempos hipermodernos ola Lafelicidad paradójica, que recomiendo vivamente por su adhesión al pensamiento libre y crítico, algo, insisto, que en los que corren es un manantial de agua clara para reflexionar con criterio sobre la que pasa en este tiempo.
 
En efecto, Lipovetsky analiza en sus libros temas como el imperio de lo efímero, la dictadura de la superficialidad, el miedo a la libertad, el consumismo, el hiperindividualismo, el narcisismo apático, el hedonismo instanteneista, la pérdida de la conciencia histórica, el culto al ocio, la democratización del lujo, la cultura como mercancía, el dominio de las nuevas tecnologías o, por ejemplo, el ecologismo como disfraz. Temas, todos ellos, que definen un tiempo en el que, en efecto, hay un déficit de pensamiento libre y excesivo apego a la seguridad y al anonimato.
 
Lipovetsky es conocido por haber alumbrado una nueva categoría de pensamiento: el hipermodernismo, que se caracteriza por un neoindividualismo de tipo narcisista que trae consigo una segunda revolución individualista, por el dominio de las nuevas tecnologías y por una cultura comercial dominada por la tecnociencia. Aunque no comparto algunas de sus tesis, me parece que la descripción que hace de la realidad es sumamente interesante.
 
El hiperindividualismo está a la vista y explica hasta cierto punto la incapacidad de reacción social ante los desmanes de todo tipo que están en el origen y etiología de la crisis que embarga al mundo occidental. Se ha perdido, ante el consumismo salvaje que nos invade, el sentido de la solidaridad y la capacidad de emprender aventuras en común. El imperio de las nuevas tecnologías, una vez superada su consideración instrumental y convertidas en auténticos fines, ha supuesto la permanente adoración de la gran pantalla, de dónde vienen las consignas que los nuevos borregos siguen a pies juntillas. Sin móviles, ordenadores, plasmas, y toda suerte de últimos modelos o prototipos en este sector, ni hay vida ni hay emociones para gran parte de nuestros conciudadanos.
 
Por si fuera poco, la cultura del hipermodernismo está dominada por  estrategias comerciales  poco permeables a los valores humanísticos. Ahora la cultura está mediatizada por el acceso a las redes de modo inmediato, por el hiperconsumo en busca de toda suerte de novedades, en la existencia de medios de comunicación a la carta que fabrican noticias e informaciones al gusto de la tecnoestructura y por un tecnocapitalismo global que aspira a controlarlo todo, absolutamente todo porque, lamentablemente, se nos inocula, de una u otra forma, que todo, absolutamente todo, tiene un precio.
 
En este panorama, el pensamiento libre y crítico, como el que exhibe Lipovetsky es una bocanada de aires fresco en un mundo de adhesiones inquebrantables, nuevas esclavitudes y, sobre todo, de pánico, auténtico pavor a pensar en libertad. Lipovetsky demuestra que el que se mueve claro que sale en la foto. No en la foto del aborregamiento generalizado,  en la foto de la lucha por la conquista cotidiana de la libertad, que es la que verdad importa, la que todos deberíamos, de una u otra forma, buscar.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es