El mapa político europeo ofrece algunos paisajes que en este momento de aguda crisis resultan muy preocupantes. Uno de ellos, en expansión, es el populismo. Todavía, es cierto, sin apoyos mayoritarios de la población, pero en un proceso, ojala que no sea imparable, de crecimiento en estos últimos años.
 

En efecto, en Noruega el partido del progreso alcanza el 22.9 % de los votos. En Finlandia, el partido Verdaderos Finlandeses, que promovió el no al rescate griego, llega al 19.05 de presencia en el parlamento.  En Dinamarca, el partido Popular está en el 12.3%, en Francia, el Frente Nacional de Lepen en el 17.9%, en Suiza el partido Popular ya está en el 28.9%, en Holanda, el partido de la Libertad ocupa el 15.5 % de la representación parlamentaria o, en Hungría, el grupo Jobblk alcanza ya el 16.7% de los escaños.
Ciertamente, los apoyos que cosecha el populismo, tanto  de extrema derecha  como de extrema izquierda , no son muy significativos pero crecen justo donde los partidos de gobierno practican políticas que no son capaces de mantener cotas razonables de bienestar para los ciudadanos. En este contexto, el desempleo crece, la inestabilidad social aparece con insólitas características y, ante la debilidad de muchos gobiernos que prefieren mantener el poder a gobernar con sentido de la responsabilidad, se empieza a mascar un ambiente que pone en cuestión las bases de la democracia y que reniega del proyecto europeo.
Holanda, hasta no hace mucho la principal aliada de Alemania en la política de austeridad y de reformas, acaba de caer tras la retirada del apoyo al gobierno por parte de los ultraderechistas, que ahora esperan pescar más en río revuelto.
Las recientes elecciones griegas han constatado el crecimiento de las opciones de extrema izquierda y extrema derecha haciendo ingobernable el país. Los acontecimientos de violencia que se pueden contemplar en los telediarios de estos días quemando banderas alemanas no son nada buenos. Como tampoco es nada bueno que el partido finlandés Verdaderos Finlandeses sea la tercera fuerza del país apelando nada menos que la rechazo al rescate griego.
Es verdad que el proyecto europeo  no cuenta en estos momentos con defensores de gran categoría, con estadistas de la talla de Adenauer, Schumann o de Gasperi  porque, como todos sabemos, la dictadura de las cúpulas de los partidos impide que afloren líderes dispuestos a pensar en el bien general  en lugar de dedicarse a juegos, más o menos sofisticados, para conservar como sea la posición. Tampoco, en términos generales, encontramos al frente de los gobiernos a políticos con un claro compromiso de atender adecuadamente los problemas sociales. Más bien, se habla para los mercados, se hacen algunos cambios pero sin tocar las tecnoestructuras,  y se procura, por todos los medios, contentar las exigencias de los poderes financieros pues de esta manera se garantiza la financiación de unas estructuras partidarias infladas para dar cobijo a adeptos y afines.
 
En este contexto de crisis económica y financiera con muchas personas en el desempleo y con mucha gente con escasos recursos para sacar adelante a la familia, prende con facilidad la demagogia y el populismo. Y, poco a poco, las opciones extremas van ganando apoyos, que aunque no son mayoritarios por ahora son relevantes porque muestran una peligrosa tendencia.
Sin embargo, el proyecto europeo, tan necesitado de mayor integración, de más solidaridad y de estructuras de gobierno  sólidas y compactas,  pierde prestigio en el mundo global y sus posiciones y decisiones cada vez tienen menos fuerza. Por ejemplo,  ¿por qué no es posible que Europa esté presidia por un presidente elegido por sufragio universal, por qué el parlamento europeo no tiene verdaderos poderes legislativos, por qué no se avanza de verdad hacia el federalismo?. Por una sencilla razón, porque los políticos que nos han tocado en suerte en estos años, no es casualidad, ni tienen una visión de estadistas ni se atreven a tomar medida alguna que no suponga arriesgar  su posición y su dominio. Ese es el gran problema. Un problema al que, por cierto, no somos ajenos del todo los ciudadanos. ¿O sí?.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es