Los postulados del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario parten de la realidad misma. Sin embargo, la preferencia que algunos sienten por el pensamiento ideológico, aquel que trata de imponer determinados patrones teóricos de matriz maniquea, están consiguiendo, ante la indiferencia general, acuñar algunas fórmulas que se aceptan acríticamente. A pesar de ello, la realidad sigue siendo la que es y cuándo abrimos los ojos y la contemplamos, limpia de prejuicios y complejos, somete nuestra inteligencia a la dura prueba de la vibración caleidoscópica de sus singularidades. En estos casos, cuándo atendemos de verdad a lo que ocurre realmente, nuestra comprensión se agota ante la complejidad de sus inextricables estructuras, y nuestra necesidad de modelos conceptuales se ve desbordada por los inéditos desarrollos que la historia manifiesta.
Rendirse a nuestra incapacidad para agotar su comprensión significa, por ejemplo, reconocer la limitación de nuestro conocimiento y la complejidad de la realidad. Sin embargo, es posible afirmar la soberanía de nuestro pensamiento que, así, da pié al denominado pensamiento ideológico, a la ideología como pensamiento sistemático y cerrado sobre la realidad social. En este esquema la realidad ha de someterse a la ideología.
La expresión pensamiento ideológico, o lo que es lo mismo, único y cerrado, hoy en la cabeza de algunas instituciones, implica un modelo de pensamiento que parte de asertos no demostrados, sin base empírica, que se desarrolla deductivamente y que abarca todos los aspectos de la realidad porque es omnicomprensivo y definidor de por dónde ha de caminar la realidad.
En estas coordenadas, la ideología se convierte en la ciencia que domina totalmente el mundo y ante quien hay que profesar una absoluta dependencia. Las ideologías cerradas, cualquiera que sea su orientación, intervienen en la vida política desde la base de ideas predeterminadas, desde desarrollos sociales dogmáticos que se trata de imponer como sea. Estos sistemas de pensamiento totalitario hacen su trabajo con una idea tan clara de lo que debe ser la sociedad y con una confianza tan plena en los métodos que se deben emplear para conseguirlo que su aplicación termina por conformar una especie de horma que acaba por ahogar la acción civil y social. Dar la espalda a la experiencia le cuesta a la ideología la incapacidad para reorientar la acción, para entender la realidad y trabajar sobre ella.
La ideología cerrada vicia el discurso político porque lamina cualquier propuesta alternativa que pueda surgir, sometiendo a su esquema simplificador cualquier discurso o idea. Por ejemplo, si se decide que la rememoración de tal acontecimiento histórico debe ser el centro de los discursos oficiales en determinado momento, hay de quien se atreva a levantar la voz en contra: será tachado por lo menos de fascista o de autoritario por haber osado contradecir a la fuente del bien. Y no se trata sólo de descalificar al crítico sino que la ideología reclama la sumisión a pies juntillas de esa camada que anhela la salvación cívica.
El pensamiento ideológico es cerrado por definición, es estático porque no admite salirse del carril único. Constituye uno de los mayores atentados que se pueden perpetrar contra el pluralismo y contra el dinamismo y apertura que manifiesta la realidad. Sin embargo, a pesar de ello, y de la experiencia histórica, en España, en la hora presente vuelve el pensamiento ideológico gracias a la degradación moral y política operada estos años. Esperemos, sin embargo, que la provocación inherente a esta forma de concebir el mundo y la política sea contrarrestada por una profunda y extensa ola de moderación y de compromiso con la dignidad del ser humano..
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.
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