La cultura europea tiene, como sabemos, unas raíces, una tradición, un patrimonio que hemos heredado y que debemos acertar a comprender para saber quienes somos, de dónde venimos y a dónde vamos. Un cuadro de Rubens, una sinfonía de Mozart, una tragedia de Sófocles o una escultura de Bernini tienen sentido en la medida en que conozcamos bien el contexto histórico y cultural en que tales manifestaciones del arte se produjeron. Es decir, sin el conocimiento de la Biblia y de los Evangelios no es posible comprender el sentido, no ya de la identidad misma de Europa, sino de cada una de las principales manifestaciones del arte.
Umberto Eco, fallecido estos días en su casa a la edad de 84 años, es un intelectual italiano bien conocido en estas latitudes, tanto por su contribución a la semiología como por su famosa obra El nombre de la Rosa. Pues bien, este profesor universitario señalaba no hace mucho en un artículo titulado “Los Reyes Magos, esos desconocidos”, que más allá de cualquier consideración religiosa, e incluso desde el punto de vista más laico del mundo, es necesario que los chicos en el colegio reciban una información básica sobre las ideas y tradiciones de las distintas religiones. La razón de tal propuesta es obvia: “es imposible entender digamos tres cuartos del arte occidental si no se conocen los hechos del Antiguo y Nuevo Testamento y las historias de los santos”.
El conocimiento de la religión es una manifestación cultural evidente. Sin el cristianismo, por ejemplo, no es posible entender la abolición de la esclavitud, la separación del poder temporal y del espiritual o la centralidad de la dignidad del ser humano. Es más, sin el pensamiento griego, sin el derecho romano o sin el cristianismo, Europa no habría sido lo que es. Hoy, que se olvidan los orígenes, y en algunas latitudes se reniega de la historia persiguiendo a determinados colectivos, Europa está como está: consumida, valga la redundancia, por el consumismo, envejecida y a los pies de los grandes manipuladores y controladores sociales de este tiempo.
El conocimiento de la Biblia y del Nuevo Testamento, dos grandes textos desde los que justificar la liberación de quien no quiera vivir a merced del poder dominante, es, insisto, fundamental para comprender las variadas y magníficas expresiones del arte europeo y global. Otros pensadores que lo tenían muy claro fueron, por ejemplo, Kant o Goethe. Para Kant el Evangelio es la fuente de dónde surgió toda nuestra cultura. En opinión de Goethe, las Sagradas Escrituras son la lengua materna de Europa.
En España, país con uno de las mayores índices de fracaso escolar de Europa, las humanidades han ido desapareciendo de la palestra y la religión suele plantearse, sobre todo desde el pensamiento único, con acento ideológico. Este desprecio de la dimensión religiosa y espiritual de la persona, sobre todo si es católica, no sólo es expresión de sectarismo y negación de la libertad religiosa, es, sobre todo, una señal de miedo a la dimensión cultural del ser humano. Dimensión cultural, que si es genuina, interpela al hombre acerca de su libertad y su conocimiento en orden a forjarse un itinerario vital coherente e iluminado por el objetivo de que resplandezca la dignidad de la condición humana.
Como pensar el peligroso, busquemos en todo momento subrayar la condición de masa de los individuos para así dominarlos mejor. En cambio, si se estimula la razón, la libertad y el conocimiento, pronto o tarde los ciudadanos reaccionan. El problema es que llevamos demasiado tiempo haciendo de la educación un fábrica de personas sin criterio, planas y fuertemente manipulables. Lo estamos viendo continuamente.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. Jra@udc.es
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