La responsabilidad o la competencia personal anteceden a la global. Es decir, lo que los individuos y las pequeñas comunidades sean capaces y estén dispuestos a hacer deben hacerlo, sin interferencias del Estado. El principio de subsidiariedad es un principio fundamental de toda autoridad social que ante la constante presión de los poderes públicos por ahormar y controlar la ida social nos interesa, y mucho, recuperar y poner en juego cuanto antes.

En realidad, bien común, subsidiariedad y bienestar son conceptos que están más ligados de lo que parece. El bien común es la clave porque implica ayuda para que los individuos puedan conseguir los fines esenciales de la vida, no ayuda dirigida a captar la voluntad política de los ayudados, de los subsidiados, tal y como hemos comprobado discurren los acontecimientos, también en este tiempo de pandemia.

El principio de subsidiariedad limita considerablemente la operatividad del poder estatal y responsabiliza a las personas en el cumplimiento de sus fines vitales y sociales. Como principio superior filosófico-social, tiene, según Messner, tres importantes corolarios. Primero: un sistema social es tanto más perfecto en la medida en que facilite a las personas la consecución de sus propios intereses en un contexto de libertad solidaria. Segundo: un sistema social es tanto más valioso cuanto más se utilice la técnica de la descentralización del poder y la autonomía de las comunidades menores. Tercero, y muy importante, un sistema social será más eficaz cuanto menos acuda a las leyes y más a la acción de fomento y a los estímulos para alcanzar el bien común.

El libre y solidario desarrollo de la persona en un contexto de bien común, hoy cada vez más difícil a causa de la continua y constante invasión de las libertades por parte de los poderes públicos y de los poderes tecnoestructurales, es esencial para recuperarla vital y pujanza de la vida social, bajo mínimos desee hace tiempo. Por eso, el principio de subsidiariedad supone tanta libertad solidaria como sea posible y tanta intervención estatal como sea imprescindible. En la crisis del Estado de bienestar estático, y hoy especialmente, nos encontramos ante la máxima intervencionista de tanto poder como sea posible y tanta libertad como sea inevitable produciéndose una colosal operación de control y manipulación social de consecuencias insospechadas.

En realidad, como sabemos, el ideal del orden social se orienta hacia la mayor libertad solidaria posible en un marco de mínima regulación estatal. Los pueblos que han tenido más leyes no es que hayan sido los más felices tal y como acredita la experiencia histórica. Sin embargo, hoy por hoy existe una fuerte convicción de que el progreso social depende de la intervención estatal.

La cuestión es reducir la intervención a ese marco de ayuda ínsito en la idea del bien común, porque no se puede olvidar que la gran paradoja, y tremendo fracaso del Estado del bienestar estático, ha sido pensar que la intervención directa producía automáticamente mayor bienestar general. La fórmula es, más bien, la que parte de la subsidiariedad: cuanto más se apoye a la persona y a las comunidades en que se integra, se fomentará la competencia y la responsabilidad y el conjunto tendrá una mayor autonomía. Porque no se puede olvidar que el principio de subsidiariedad protege los derechos de las personas y de las pequeñas comunidades frente a un Estado que, históricamente, ha cedido, unas veces más que otras, hoy en tiempos de pandemia de forma paradigmática, a la sutil tentación de aumentar considerablemente su poder. Pero lo más importante, independientemente de la fuerza evidente de este principio básico de la Ética política, es que el bien común se alcanza más fácilmente si los propios individuos y las pequeñas comunidades viven en un contexto de responsabilidad e ilusión por conseguir sus fines existenciales. Ojala no lo olvidemos en estos tiempos de tanta intervención pública y de tantas dificultades para el ejercicio de las libertades.

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana