Los  sistemas ideológicos y económicos que protagonizaron el siglo pasado, es bien sabido, se caracterizaron por incorporar a su núcleo doctrinal el enfrentamiento como método, el cual reclama – por su propia estructura- oposición, confrontación, crispación, divergencia y desunión en última instancia.

 

 

Por eso, las normales y lógicas discrepancias inherentes a la política se conviertirieron en el centro sustantivo de la vida democrática, desvirtuándola gravemente, y más cuando semejante esquema de contrarios se ha venido aplicando a todos los aspectos de la vida económica y social. Hoy, lamentablemente, a pesar de que ya estamos en 2023, regresamos al pensamiento cainita y maniqueo a causa de la dominación de unas ideologías cerradas que la democracia, hoy sin temple y sin fortaleza moral, no es capaz de superar.

 

A estas alturas algunos tenemos claro que los reduccionismos aplicados a los roles sociales y posicionales no sirven: empresario y trabajador -por ejemplo- ya no indican un binomio de necesaria oposición, ni desde la significación intervencionista ni, tampoco, desde el neoliberalismo capitalista. Pero es también claro que aplicar un reduccionismo semejante a las fuerzas políticas es igualmente desacertado. Atribuir las cualidades éticas a unos y la eficacia económica a otros; o el rigor y coherencia a estos y la preocupación por los trabajadores a los primeros, es ir contra la marea imparable de la realidad: hay de todo en todas partes.

 

Nuestra experiencia política reciente ha venido demostrando hasta la saciedad, y lo sigue haciendo, especialmente en los últimos tiempos, que tal esquematización es tan falsa como la clasificación de los grupos políticos en buenos y malos. Tal valoración es la que nos merece la esquemática y simplista clasificación universal de las fuerzas políticas en derechas e izquierdas.

 

Con procedimientos de análisis tan maniqueos la persona queda subordinada a su ubicación en el espectro ideológico, ya no es ella la que vale sino su color, y el desarrollo humano de los pueblos se conseguirá con “recetas de salvación”. Liberar la mano todopoderosa del dios “Mercado” traerá la felicidad a todos los individuos o, aplastar la cabeza viperina del demonio “Propiedad” nos hará entrar a todos juntos en el paraíso perdido. Quien usa la razón y tiene ojos en la cara tiene que sentir rechazo ante semejantes “fórmulas milagrosas”.

 

 

Pero lo que resulta insufrible en una cultura democrática es pretender la disyuntiva que algunos plantean a los ciudadanos cultos e informados de cualquier sector: o eres de los nuestros o estás contra nosotros. Tal dilema empobrece la vida democrática y envilece el discurso porque dejan de contar las razones para hacer prevalecer las adhesiones.

 

Cuando las personas son la referencia del sistema de organización político, económico y social, aparece un nuevo marco en el que la mentalidad dialogante, la atención al contexto, el pensamiento reflexivo, la búsqueda continua de puntos de confluencia, la capacidad de conciliar y de sintetizar, sustituyen en la substanciación de la vida democrática a las bipolarizaciones dogmáticas y simplificadoras, y dan cuerpo a un estilo que, como se aprecia fácilmente, no supone referencias ideológicas de izquierda o derecha.

 

Para la política ideologizada lo primordial son las ideas, para la política moderada lo fundamental son las personas. En este sentido, conviene recordar que s e afirma con frecuencia que “ todas las opiniones son respetables”. Aunque entendiendo el sentido de la expresión cuando se emplea como manifestación de fe democrática, no puedo menos que asombrarme ante la constatación permanente de la inmensa cantidad de afirmaciones poco fundamentadas que cada día se emiten. A quien es debido el respeto es a la persona. Y para expresar la fe democrática ante las opiniones, me parece más acertada la formulación de aquel político inglés que rechazando desde la raíz las convicciones de su rival, ponía por encima de su vida el derecho del contrario a defenderlas. Que lejos estamos hoy de tales posiciones, que lejos.

 

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana