¿Qué es, pues, España? Una realidad histórica incuestionable. Su impronta en la cultura y en la civilización universal se puede considerar  en términos históricos imborrable. Su presencia en el campo de la comunicación, de la ciencia, de la creación artística, del comercio y de los negocios, es determinante de amplios aspectos de la realidad de la humanidad del mundo presente, y es evidente que por muchos siglos. Pero esto es lo que quiero destacar- esa presencia española se hizo y se hace real por españoles de toda procedencia: castellanos, andaluces, manchegos… pero también, y de qué forma tan destacada- por catalanes, vascos y gallegos, por señalar algunas colectividades bien representativas. Es decir, no se trata del comportamiento de pueblos sometidos, sino de pueblos activos, comprometidos y protagonistas de la historia española.
 
España es también una realidad política de profunda raigambre. Esas  raíces no son otras que las del Estado de Derecho. Puede ser que con frecuencia olvidemos que, aun siendo la democracia un régimen crecientemente difundido  -lo que en cierto modo es indicativo del progreso de la humanidad -, en pocos lugares del mundo se asienta sobre cimientos tan sólidos de respeto a la persona, de tolerancia y de convivencia como en España. A quien lo negase habría que hacerle dos sencillas preguntas: ¿qué país  sirve de referencia para negar la condición democrática de  España?,  ¿dónde están las diferencias tan graves respecto al modelo real señalado? De modo que podemos afirmar también así nuestra identidad: España es una democracia.
 
Por eso, paralelamente a esa condición o como fundamento de ella, se puede afirmar que España es un territorio de libertades, bien a pesar de que últimamente se perpetren algunos asaltos que están en la mente de todos. Somos muchos los que nos sentimos orgullosos  de nuestro país, porque a nadie se le impone un modo de pensar, porque cada persona se manifiesta como le parece adecuado, dentro del marco legal establecido por el acuerdo de todos los españoles, porque aun habiendo profundas disparidades políticas  puede ser que no tan graves como a veces se pintan- estamos abiertos al diálogo y al entendimiento, y la tolerancia es una de nuestras marcas distintivas. Vivimos en un país de libertades, conquistadas y afirmadas día a día por mujeres y hombres libres. Sin embargo, desde no hace mucho me temo que, bajo la bandera del talante, se estén dilapidando esas magníficas condiciones para esa apasionante lucha por la libertad y la tolerancia.
 
Como consecuencia de esa libertad, España se presenta así misma, como un marco de integración de lo diferente, un marco de integración libremente asumido. Es cierto que la pertenencia a España es rechazada por algunos nacionalistas, aquellos más dominados por sus presupuestos ideológicos, que lo que quieren es la desintegración de ese marco. Pero mayoritariamente los españoles pretendemos hacer compatible la afirmación de nuestra identidad que cuenta no sólo con lo que nos diferencia, sino también con lo que nos une- con la integración política en ámbitos superiores de convivencia. Por eso defendemos esta España que se nos presenta unida y plural. Si esto es así, como parece, ¿por qué no apoyarse en la mayoría que siente estos valores como propios?.
 

 

         España es también un espacio social de solidaridad. La solidaridad es la argamasa que afirma esa unión de pueblos tan diferentes pero que tantas cosas tienen en común. Y la solidaridad no se mide sólo en términos económicos, aunque esos sean los únicos contabilizables. Un país es, en buena medida, su historia.  En ese contexto, la deuda que el resto de España tiene, por poner un ejemplo, con Cataluña, es posiblemente impagable, pero en igual o mayor medida es incalculable la deuda que Cataluña tiene con el resto de los pueblos de España. Sólo la visión raquítica que impone el nacionalismo radical permite ver la solidaridad en función de los costes que reporta, olvidando los beneficios que proporciona.
 
En efecto, España es tal vez más que nada, un fondo común  inmenso, compartido, de vivencias, de experiencias, de afectos, de pasiones, de ilusiones, de proyectos que queramos o no, nos identifican como pueblo que se ha ido forjando, con luces y sombras, con aciertos y errores, a lo largo de tantos siglos.
 
Esta afirmación de la identidad de España, que se podía llenar de matices y de argumentos hasta componer un tapiz difícilmente igualable en el mundo, no quiere ser, recurriendo a la expresión de Simone Weil, un patriotismo de grandeza, que la autora francesa rechaza. No, no se trata de aquel patriotismo ampuloso, satisfecho, tan propio de todo nacionalismo. No se trata de eso porque no olvidamos  ni podemos ni queremos hacerlo que, al lado de lo que nos enorgullece, de lo que puedan ser las  glorias de la patria, siempre efímeras, si no es por el recuerdo que las salva, se levantan todas sus tropelías, errores, torpezas y falsedades. La realidad histórica de España, y su realidad actual, nos llena de dignidad y de satisfacción por muchos motivos, aunque es posible que por otros ocasione indignación o repulsa. Pero no por eso le damos la espalda, sino que sentimos más perentoriamente el compromiso común por mejorar la España que somos, que no es sino, el compromiso por hacernos nosotros mismos  y todos los pueblos españoles más libres, más cooperadores, más generosos y más solidarios.
 
 
 

Jaime Rodríguez-Arana

Catedrático de Derecho Administrativo