Cualquiera que viaje por el mundo sabe que en África, en América o en Asia existen lacerantes bolsas de pobreza, muchas veces pegadas a las grandes metrópolis. Una estampa, desde luego, que golpea la conciencia de las personas de bien y que interpela acerca de las fórmulas existentes para intentar ayudar a salir de la postración, de la miseria más miserable, a tantos millones y millones de seres humanos como abarrotan infinitas barriadas o chabolas en el llamado mundo subdesarrollado.
En Europa, gracias a la estabilidad social y política del modelo del Estado social y democrático de Derecho, disfrutamos en términos generales, al menos formalmente, de estándares de calidad de vida y desarrollo integral que ya quisieran para si tantas personas en el mundo entero. Que el bienestar sea, o haya sido hasta el inicio de la crisis, la característica fundamental de la vida en Europa, no quiere decir que se haya erradicado la pobreza, pues sobreviven ciertas formas sibilinas o sofisticadas de esclavitud que todos conocemos bien.
En efecto, claro que hay esclavitud, al menos material, en no pocas actividades profesionales que todos conocemos. Claro que hay censura y restricciones a la libertad de expresión en no pocas corporaciones. Claro que hay obvios ataques al derecho a la vida de los más inocentes e indefensos, claro que hay límites a la libertad de investigación. Y así podríamos seguir.
Pues bien, en estos momentos la situación de estabilidad económica ha desaparecido por mor de la gestión y administración que se ha realizado de la crisis financiera y económica que tanto nos golpea, por cierto más que a otras economías desarrolladas. El paro es galopante, el déficit colosal, la deuda sigue creciendo y, lo más grave, las familias, sobre todo las más vulnerables, sufren las consecuencias de una crisis que se ceba con los que menos tienen, con los que más sufren.
En este marco, la población española que se encuentra en riesgo de pobreza o de exclusión social, según hemos sabido días atrás, crece. En efecto, hemos pasado del 23.37% de personas en riesgo de pobreza en 2007 al 28.2 % en 2012. En otras palabras, desde el inicio de la crisis, si es que se puede datar en 2007, este colectivo ha aumentado en cinco puntos, situándose por encima de la media europea, que está en el 25%.
Los países con una tasa más baja son la República Checa y los Países Bajos con un 15%, mientras que los que registran niveles de riesgo de pobreza más elevados son Bulgaria (50%) y Rumania (41.7%).
Cáritas, una de las ONGs que más se compromete en la lucha contra la pobreza y la exclusión social, señaló en el mes de octubre que en España ya existen tres millones de personas que se encuentran en situación de pobreza severa, personas que “viven” con menos de 307 euros al mes
Es verdad que esta situación, que es real, está muy vinculada al aumento del desempleo. No hay más que acercarse a esta ONG para comprobar la veracidad de estos datos. Entre los perfiles de estos nuevos pobres están los jóvenes parados que no han podido trabajar: aún no han cotizado y, por ello, no tienen derecho a subsidios. No es difícil comprender la profunda decepción que deben tener estas personas que sufren una preocupante falta de expectativas. La frustración, por ejemplo, de los parados de 45 años, otro segmento de nuevos pobres, debe ser de impresión, del mismo tenor, más o menos, en el que se hallan las familias jóvenes en paro, de entre 20 y 45 años, que han de ofrecerse para realizar trabajos de baja cualificación. También es preocupante la situación de mujeres mayores y mujeres solas con cargas familiares, varones separados o divorciados que al no tener cargas familiares quedan fuera de la protección social.
Es decir, tenemos ante nosotros una realidad que antes no existía. Muchos nuevos pobres. Una realidad que reclama del Estado políticas públicas valientes y de vanguardia para intentar paliar el sufrimiento y la pobreza de ya varios millones de habitantes. Un desafío que en 2014 seguirá interpelando las conciencias de unos gobernantes que deben aplicarse fundamentalmente a reducir esta peligrosa brecha social. ¿ O no?.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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