Por alguna razón, no difícil de colegir, la exposición acerca del sentido, historia y futuro de España como realidad abierta, plural, dinámica y compatible, brilla por su ausencia. No es algo del momento, es una constante de las últimas décadas que ha permitido que las tesis diferencialistas radicales y las visiones unitarias extremas hayan tomado la iniciativa en un debate en el que, como en otras tantas cuestiones que hacen a la verdad y a la realidad, se percibe una ausencia sorprendente de convicciones argumentadas. El drama catalán, que esperemos termine desde el sentido común y la racionalidad, lo acredita fehacientemente.
 
La cuestión, importante donde las haya, se encuentra, ignoro las razones, en la ausencia de un proyecto de España en positivo, atractivo, que no se quede anclado en el refugio del fundamentalismo constitucional, sino que se proyecte sobre los diversos ámbitos de la vida cultural, social, política y económica. En efecto, hasta hoy, y desde el refrendo del Pacto Constitucional de 1978, el discurso prevalente en lo que se refiere a nuestra identidad colectiva ha sido, por razones muy diversas, el discurso nacionalista identitario unilateral. Sus causas son, en buena parte conocidas y algunas tienen mucho que ver con la reacción frente a nuestro pasado político, en el que se entendía España con criterios que excluían a quienes no comulgaran con el credo político del momento.
 
Sin embargo, la apertura de las puertas de la libertad y el reconocimiento constitucional de los hechos diferenciales, posibilitaron el desarrollo pacífico, y al mismo tiempo solidario, de las identidades singulares de los distintos pueblos de España. Pero el nacionalismo extremo se encargó de exacerbar casi compulsivamente un sentimiento de diferencia, de alejamiento y hasta de rechazo de todo lo que no se considerase genuino, autóctono, oriundo. Esa radical actitud  llevó por una parte a afirmar que la única realidad social y cultural auténtica era la de los territorios particulares y por otra, a considerar a España como el residuo, el excipiente que queda cuando aquellos territorios, con pretendido fundamento nacional, se entienden en clave exclusiva y excluyente.
 
Esta perspectiva residual no ha parado de crecer ante la sorprendente inactividad e incapacidad de reacción de unos dirigentes cegados por la obsesión por el poder y  un enfermizo complejo de inferioridad, que cuándo no queda más remedio, alardea de imperialismo constitucional para frenar las  expectativas de quienes no han parado de copar los espacios culturales e intelectuales en estos tiempos.
 
Sin embargo, siendo lo que es la Constitución, el pacto de todos y entre todos, la solución real y genuina al problema actual catalán no es formal solamente. La solución es de orden material, sustancial y, para tal tarea se precisa, insisto, un profundo convencimiento de lo que es España y una capacidad de pedagogía política que es menester poner en marcha aunque sea un poco tarde.
 
Según este modo de pensar, según esta visión reduccionista y parcial, España sería una realidad artificiosa, producto de un proceso político impositivo que ha aherrojado la realidad nacional de algunos de sus componentes que, por fin, ven llegado el momento de liberarse de tanta opresión y laminación de sus identidades colectivas. La realidad, sin embargo, es bien distinta. Hay efectivamente legítimas diferencias en la identidad de los pueblos de España, pero no hay aquella uniformidad cultural, lingüística o de cualquier otro tipo. España es algo más que una entelequia. Mucho más, muchísimo más.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es