En el actual debate sobre el modelo de Estado, si algo aparece claro es la actitud defensiva, casi vergonzante, de quienes sostienen una idea de España abierta, plural, dinámica y complementaria. Por el contrario, las tesis nacionalistas campan a sus anchas en un peculiar complejo de superioridad que parece imbatible. En mi opinión, el problema se encuentra, ignoro las razones, en la falta de un proyecto de España en positivo, atractivo, que no se quede anclado en el refugio del fundamentalismo constitucional, sino que se proyecte sobre los diversos ámbitos de la vida cultural, social, política y económica.

 
En efecto, hasta hoy, y desde el refrendo del Pacto Constitucional de 1978, el discurso prevalente en lo que se refiere a nuestra identidad colectiva ha sido, por causas muy diversas, el discurso nacionalista.  Sus causas son, en buena parte, conocidas y algunas tienen mucho que ver con la reacción frente a nuestro pasado político, en el que se entendía España con criterios que excluían a quien no comulgara con el credo político del momento.
 
La apertura de las puertas de la libertad y el reconocimiento constitucional de los hechos diferenciales en un marco común posibilitaron el desarrollo pacífico, y al mismo tiempo solidario, de las identidades singulares de los distintos pueblos de España. Pero el nacionalismo se encargó de exacerbar casi compulsivamente un sentimiento de diferencia, de alejamiento y hasta de rechazo de todo lo que no se considerase genuino, autóctono, oriundo. Esa actitud  diferencialista extrema llevó por una parte a afirmar que la única realidad social y cultural auténtica era la de los territorios particulares y por otra, a considerar a España como el residuo, el excipiente que queda cuando aquellos territorios, con pretendido fundamento nacional, se entienden en clave exclusiva y excluyente. Justo lo que se está en este momento desde las tesis soberanistas o independentistas.
 
Según este modo de pensar, España sería una realidad artificiosa, producto de un proceso político impositivo que ha aherrojado la realidad nacional de algunos de sus componentes que, por fin, ven llegado el momento de liberarse de tanta opresión y laminación de sus identidades colectivas.
 
Sin embargo, la realidad es bien distinta, aunque algunos la vean o se empeñen en verla de esta manera. En primer lugar, porque no existen esas supuestas realidades nacionales a las que permanentemente se alude. Hay efectivamente legítimas diferencias en la identidad de los pueblos de España, pero no hay aquella uniformidad cultural, lingüística o de cualquier otro tipo que pretenden los nacionalistas. Y, en segundo lugar, porque España es algo más que una entelequia. España es un gran espacio territorial que ha pervivido en el tiempo precisamente porque ha sabido integrar las diferencias, porque ha sabido vivir en ese equilibrio dinámico que tantos réditos produce.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es