En el tiempo que vivimos, de vuelta a los extremos y de huida de la moderación, del centro, el tema de los principios y de la realidad vuelve a estar en el candelero. No porque el centro político, el espacio del centro, como algunos pretenden, se haya desmoronado, sino porque la crisis en la que llevamos instalados mucho tiempo, ha certificado el primado de la búsqueda de los votos y de los beneficios financieros como únicos móviles de la política y la economía. Y cuanto tal cosa acontece, cuándo se instala una crisis general, los radicalismos y los populismos, de un color o de otro, engendran, a su vez, reacciones extremas, inmoderadas. No hay más que asomarse a lo que acontece estos días en la campaña electoral den los EEUU y también, en otra medida, por estos pagos
 
En efecto, tal escenario, orquestado y ejecutado con singular astucia, ha provocado la polarización de las posiciones. Los que están a favor, a un extremo, y los que están en contra, al otro. Así, de esta manera, la derecha y la izquierda se radicalizan, hasta el punto de representar posiciones populistas y demagógicas impensables no hace mucho.
 
La cuestión, sin embargo, ni está en el encallamiento del centro, sino, más bien, en la pérdida de los principios y valores sobre los que descansa la civilización humanista y solidaria que fecundó admirablemente una civilización que por largo tiempo estuvo a la vanguardia y a la cabeza de la protección, defensa y promoción de los derechos fundamentales y de la dignidad del ser humano. Ahí es a donde debemos, con las actualizaciones que sean del caso, volver, a los principios.
 
Hoy, sin embargo, existe una campaña de desprestigio contra los principios porque, desde un interesado punto de vista, se afirma que principios y actuación, reflexión y acción, son incompatibles.  Pues bien, tal afirmación: menos principios y más compromiso con la realidad cotidiana, tiene el peligro de plantear la acción política renunciando a los principios atendiendo sólo y únicamente a la realidad de cada situación. Tal problema, sin embargo, se desvanece cuando el político asume bajar a la realidad y remangarse para comprobar “in situ” las situaciones que ha de intentar resolver. En tales circunstancias, la realidad suele revelar los principios y, en la realidad, además, está tantas veces la receta a aplicar. El no pequeño problema estriba en que todavía hoy algunos políticos esperan a que la realidad vaya a su encuentro en lugar de ir al encuentro de la realidad.
 
Desde este punto de vista, el espacio de centro, cada vez más importante en este tiempo de crisis, se nos presenta como un espacio en el que los principios y los criterios generales han de aplicarse permanentemente sobre la realidad. Principios y realidad no son dos parámetros opuestos; más bien son conceptos complementarios. Las teorizaciones de orden intervencionista o liberalizador expresadas como políticas generales y abstractas a aplicar, sin modulación alguna, por izquierda y derecha respectivamente, constituyen un buen ejemplo del ocaso en que hoy están sumidas las llamadas ideologías cerradas.
 
El pensamiento centrista es necesariamente un pensamiento más complejo, más profundo, más rico en análisis, matizaciones, supuestos, aproximaciones a lo real. Por eso mismo el desarrollo de este discurso lleva a un enriquecimiento del discurso democrático. La apertura del pensamiento político a la realidad reclama un notorio esfuerzo de transmisión, de clarificación, de matización, de información, un esfuerzo que puede calificarse de auténtico ejercicio de pedagogía política  que, por cuanto abre campos al pensamiento, los abre así mismo a la libertad. El reto no es pequeño cuando el contexto cultural en el que esa acción se enmarca es el de una sociedad de comunicación masiva.
 
Pero ¿todas estas consideraciones suponen acaso la concreción de un proyecto político?, objetarán algunos. Esta cuestión no puede abordarse sin tener clara la distinción entre principios y acciones. El discurso intelectual ha de ponerse en el terreno de los principios. Cuanto más generales y globales sean estos, más rotundo podrá ser aquel en sus propuestas y afirmaciones. Sólo minorías asociales podrían negar hoy la validez de principios universales referentes a los derechos humanos, a la justicia social o a la democracia, en cuanto exigencia de participación política. Pero si para los principios más elevados puede solicitarse el consenso universal, impuesto por la misma realidad de las cosas, la concreción o aplicación de los principios a las situaciones concretas queda sujeta a márgenes de variación notables.
 
Por eso, es hora de retomar la lección del maestro Aristóteles cuando afirmaba que de la conducta humana es difícil hablar con precisión. Más que reglas fijas, el que actúa debe considerar lo que es oportuno en cada caso, como ocurre también con el piloto de un barco. La verdad no necesita cambiar, pero la prudencia cambia constantemente, pues se refiere a lo conveniente en cada caso y para cada uno. Prudente es el que delibera bien y busca el mayor bien práctico. No delibera sólo sobre lo que es general, sino también sobre lo particular, porque la acción es siempre particular.
 
Si bien los principios son las bases de la conducta, las circunstancias, cuándo se estudian y se trabaja sobre ellas, suelen aconsejar, en el marco de los principios, diferentes posibilidades que la prudencia será capaz de priorizar de acuerdo, en este caso, con la centralidad de la dignidad humana, o lo que es lo mismos, desde el compromiso con la mejora de las condiciones integrales de vida de los ciudadanos.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana
Catedrático de Derecho Administrativo