El Estado de Bienestar en su versión estática, aquel que concibe la subvención, la ayuda o el auxilio público como formas de dominación, ha liquidado la incicativa y  ha laminado el sentido de responsabilidad adormeciendo, acunando, a la ciudadanía en un placentero sueño de confort y comodidad. Este modelo de Estado todo lo ha fiado en la fuerza de lo público, de lo oficial. El protagonismo lo ha asumido el Estado. El aparato público ha sido el gran configurador, el gran definidor de los intereses generales de manera exclusiva. Se ha hablado mucho de los problemas de las personas, de la pobreza, del subdesarrollo, de la necesidad de salvar al hombre de la miseria. Se han destinado cuantiosos fondos a la política social, y ahí tenemos los resultados reales.
 
 
La razón del desaguisado es bien sencillo y simple: el sistemático olvido de la persona y el convencimiento de que la estructura pública, la poderosa burocracia, a la que no se reparó en dotar de toda clase de medios, se encargaría de solucionar todos los problemas. Lo que pasó, y lo que pasa todavía en algunos países, es que no se llega a la persona concreta, todo se queda en decretos y programas, en propaganda y manipulación social, grosera o sutil.
 
En este contexto, no pocas veces el Estado ha intentado absorber a la sociedad apoderándose, sin empacho alguno, de los grupos y pequeñas comunidades que podrían levantar la voz para protestar ante tanto abuso. El Estado-Providencia intentó definir lo que necesitan los ciudadanos, sin contar con ellos. Las demandas de participación han quedado sin contestación y, lo que es más grave, se ha suscitado una manera de estar en la sociedad a merced del poder público.
 
Sin embargo, el ciudadano está llamado a configurar los intereses generales y, por tanto, el bien de todos, porque en el sistema democrático todos son, o deben ser, responsables de los intereses generales.
 
Es decir, también desde el poder se debe fomentar la participación. La participación es posible cuando el Estado es sensible a las iniciativas de los individuos. La participación es posible, y auténtica, cuando existe el convencimiento de que todos los ciudadanos pueden, y deben, aportar y colaborar en la determinación de los asuntos públicos. La participación es posible cuando se estimula, cuando se promueve, cuando se desea contar personas que se tomen en serio su papel en la promoción del bien general. Casi nada.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana