Los valores y las cualidades democráticas que se adquieren fundamentalmente en los ámbitos familiares y escolares deben ser objeto de la actividad docente a lo largo de la vida. La participación, la tolerancia, la libertad, la igualdad, el pluralismo o la justicia, por ejemplo, constituyen elementos centrales de la educación cívica propia de la democracia. Por eso, si detectamos fallas, a veces no pequeñas, en el ejercicio real y cotidiano de los valores centrales del régimen democrático no vendría nada mal, todo lo contrario, diseñar un programa de educación cívica dirigido a reforzar el compromiso con los valores democráticos, con la ética pública, hoy desde luego, al menos en la realidad, manifiestamente mejorable.
Como es sabido, el advenimiento del “quattrocento” florentino, de la mano de figuras como Petrarca, Bruni o Alberti, surge una aproximación conceptual a la educación, de gran interés y actualidad para nuestros días. Entonces se empieza a construir una idea sobre la educación cuyo objetivo era no solo contribuir a la formación de hombres cultivados literariamente, sino ayudar a la formación de buenos ciudadanos. Se trataba de subrayar la importancia de la participación en la vida pública y en la cotidianeidad en un intento de despertar el espíritu cívico de la gente.
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En este sentido, es relevante la idea de Aristóteles, a quien siguen a pies juntillas los líderes del quattrocento florentino, de que es necesario disponer de un “minimum” de bienes materiales para ejercer las virtudes de la ciudadanía. Por ello, una de las funciones más notables de la “Política” es precisamente buscar los medios para conseguir el bienestar general de los ciudadanos en armonía con el recto ejercicio de las virtudes cívicas por parte de la población (Etica). Así, poco a poco, habrá más participación, más pluralismo, más libertad, más solidaridad y, también poco a poco, el poder político irá recuperando su verdadero fundamento: la libertad articulada de los ciudadanos.
Pues bien, en estos días el Gobierno de Aragón acaba de anunciar que la asignatura de ética pública se implantará en el bachillerato y en los estudios universitarios. Buena iniciativa. Esperemos tal objetivo se realice sin ceder a la tentación en que cayera, no hace mucho, el Gobierno de Zapatero, que acabó por incluir en esta asignatura el adoctrinamiento sobre determinados asuntos propios de la libertad de pensamiento y de actuación de cada ciudadano.
Con esta asignatura de ética pública se trata, con pleno respeto a las convicciones y creencias del pueblo, de fortalecer los criterios y parámetros constitucionales sobre los que bascula la democracia y la vida pública en un Estado calificado de social y democrático de Derecho.
El gusto por la participación, por ejemplo, no se improvisa. La costumbre de la participación no surge por generación espontánea. Como no se produce automáticamente la participación porque lo proclamen a bombo y platillo la Constitución o las Leyes. Se trata de un asunto de gran calado en el que se refleja uno de los problemas de nuestro tiempo. La participación es real cuando hay compromiso personal con la democracia, cuando se tiene claro que la democracia es una tarea de todos y que todos debemos aportar. Pero para eso hace falta que las cualidades democráticas del diálogo, del respeto, de la tolerancia o de la responsabilidad sean hábitos personales que resplandezcan cotidianamente en la vida social.
Educación cívica sí, ética pública sí, por supuesto, pero en el marco de la Constitución y con la finalidad de que los ciudadanos adquieran un mayor compromiso con la libertad solidaria y la democracia. Educación cívica para una democracia más exigente y para que la ciudadanía asuma con más intensidad su posición central en el sistema político. Para que los políticos interpreten mejor, y obren en consecuencia, su papel en la vida pública pues no son los dueños y señores de los procedimientos y las instituciones. Los soberanos son los ciudadanos.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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