Quien tenga o haya tenido experiencia política sabrá que la tensión entre eficiencia y legalidad, o, si se quiere, la tensión entre legalidad, servicio objetivo a los ciudadanos y eficiencia es una realidad del gobierno y dirección de instituciones públicas. Durante algún tiempo, el desprecio por la legalidad, por la juridicidad, condujo al mundo de la corrupción. Por una elemental razón: porque al grito de que lo único importante son los objetivos y su consecución eficiente, cuándo se manejan fondos públicos es muy posible que se termine actuando al margen de los procedimientos y las normas, que para muchos son pesadas cargas que impiden una gestión pública de calidad. Esta constatación llevó a la necesidad de revisar dichas normas y dichos procedimientos para que legalidad-eficiencia-servicio sean conceptos complementarios, no opuestos ni contrapuestos.
Las nuevas políticas buscan, lógicamente, mejorar en concreto las condiciones de vida de la ciudadanía. Se traducen en la búsqueda de soluciones prácticas diseñadas para colectivos concretos, susceptibles de ulteriores desarrollos en la medida que se enmarcan en una concepción de la política que persigue el bien general, que es de carácter abierto. Las nuevas políticas no se dirigen a alcanzar soluciones definitivas y totales porque sencillamente es imposible dada la condición compleja y limitada de la realidad.
En mi opinión, el trípode necesario para sostener políticas públicas de esta naturaleza viene determinado por la buena preparación profesional de los dirigentes, la capacidad de diálogo con la realidad en cada momento y, sobre todo, el profundo respeto a las normas éticas. Eficiencia y ética no sólo no están reñidas sino que se necesitan. Una política pública concreta nos será eficiente si no es ética; es decir, si no está pensada para la mejora de las condiciones de vida del pueblo y si no se implementa, como ahora se dice, para alcanzar el bienestar general e integral de las personas.
Pues bien, sobre este trípode puede abordarse una política pública que sea eficiente. Es más, si las políticas públicas no dan resultados entonces no son eficientes. Resultados, claro está, medidos en el contexto del que parto: resultados en los que se refiere a la humanización de la realidad, en lo que atiende a facilitar la libertad solidaria de la gente.
En efecto. Si el objetivo último de la acción pública es alcanzar cotas más altas de libertad y participación, podríamos estar de acuerdo, probablemente, en que la naturaleza de los bienes políticos últimos es, en ocasiones, muy difícil de evaluar, de medir, sobre todo si consideramos que implica un compromiso moral del individuo, decidido a acceder a formas de vida más humanas, de las que él sólo puede ser el protagonista.
Es decir, la eficiencia demanda de las nuevas políticas públicas realizaciones concretas que posibiliten aquellos bienes en los que el ciudadano se tiene que implicar. Con otras palabras: los objetivos últimos, los ideales que alimentan y alientan la vida política quizás no sean susceptibles de medida concreta, no parecen mensurables. En cambio, si que lo son los pasos concretos de la política de cada día. Por eso, la adecuación de las reformas a los objetivos a alcanzar deben ser evaluables. Es más, de nada serviría algo de moda entre nosotros, como es la perorata continua y constante sobre los objetivos últimos de la acción política sin que el pueblo pueda verificar la verdad o no de esas arengas u homilías cívicas tan del momento.
Este sentido práctico obliga a orientarse a la realidad, constituyendo, además, una magnífica medicina contra los prejuicios ideológicos. Efectivamente, el sentido práctico no conecta, ni de lejos, con el sentido ideológico. Uno camina por la senda de la realidad. El otro discurre por el tortuoso mundo de la abstracción, de la entelequia. Ahora bien, cuándo el sentido práctico se desvincula de los principios, del proyecto, de los objetivos últimos de la acción política, entonces se cae en el pragmatismo, en el oportunismo, en la perspectiva tecnoestructural.
La eficiencia, pues, supone la búsqueda de resultados efectivos con el mínimo coste. También significa rigor: en el discurso y en las cuentas. Por ejemplo, engordar desproporcionadamente el déficit público no contribuirá, sin más, a la mejora de las condiciones de vida de la gente, más bien las hipoteca. El rigor, la capacidad de diálogo y el respeto a las normas éticas configuran hoy el futuro de las nuevas políticas públicas. Algo que no es tan difícil si se aspira a que la política sea una actividad comprometida radicalmente con la mejora de las condiciones de vida de las personas.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo